29 de abril de 2013

¡No hay medida en el amor!

Evangelio según San Juan 13,31-33a.34-35.

Cuando Judas salió, Jesús dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él.
Por lo tanto, Dios lo va a introducir en su propia Gloria, y lo glorificará muy pronto.
Hijos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Me buscarán, y como ya dije a los judíos, ahora se lo digo a ustedes: donde yo voy, ustedes no pueden venir.
Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado.
En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio de san Juan, el Señor nos da el precepto sagrado que, a partir de entonces, va a convertirse en el distintivo de todo aquel que se llama cristiano. Pensad que en los momentos en los que Jesús dió su mandamiento, la Ley de Moisés permitía devolver la ofensa con la misma, o mayor, intensidad con que se había recibido. Sirva de ejemplo la lapidación de la mujer que había sido descubierta en adulterio y debía devolver la honra perdida a su marido con su muerte. Por eso, las palabras del Maestro chocaron con la mentalidad judía de la época y marcó una profunda distinción entre sus discípulos y los demás miembros del pueblo de Israel.


  Todavía ahora, muchos piensan que no responder a una ofensa es signo de debilidad, cuando en realidad el esfuerzo por aceptarlo, perdonarlo y olvidarlo es sinónimo de dominio y señorío sobre nosotros mismos que aceptamos, con humildad,  el menosprecio de nuestros hermanos.
El Señor no sólo les habla de amar a sus amigos, de respetar a los que les rodean, sino de perdonar a todos aquellos que los ultrajan, disculpándolos. Porque el Amor con mayúsculas –que es el que nos pide- no necesita ser correspondido para ser verdadero.


  Jesús no quiere que queden dudas antes de irse, y por ello resume todos los preceptos en el Mandamiento Nuevo del Amor. Y es ese precepto de la caridad el que compendia toda la ley de la Iglesia y, por ello, será el signo distintivo de todos los bautizados. San Agustín repitió en innumerables ocasiones que todas las personas pueden hacer la señal de la Cruz de Cristo; que todos pueden responder Amén; que pueden cantar el aleluya o hacerse bautizar. Pueden entrar en las Iglesias y construir con sus manos los muros de las basílicas, pero los hijos de Dios no se distinguen de los hijos del diablo sino es por la práctica de la caridad. Sólo aquellos que viven en Dios, y Dios es Amor, son capaces de comprender el significado de su vida como una entrega a los demás.


  Las palabras del Señor “como yo os he amado” dan a ese precepto un sentido y un contenido nuevo: porque la medida del amor cristiano no está en el corazón del hombre, sino en el corazón de Jesucristo. Y todos sabemos como lo puso en práctica el Maestro, como plasmó en obras todo el amor que fluía de su corazón: dando su vida por nosotros.
Por eso, esas palabras que repetimos dentro de la cotidianidad de nuestra fe, deben abrir en nuestra conciencia un mundo de proyectos sin límites. No hablo de cosas extraordinarias, sino de vivir lo ordinario con visión sobrenatural, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida.


  Nuestra familia, que son el prójimo más próximo, debe gozar de nuestra paciencia, entrega y comprensión. Y eso no entiende ni de derechos ni de deberes sino de una capacidad de servicio que surge de la entraña más íntima de nuestro corazón, donde el amor no es sólo un sentimiento sino el profundo reflejo de la voluntad que se manifiesta en el querer querer. Porque amar es decidir cada día de nuestra vida, en libertad, que lucharemos para que todos aquellos a los que amamos sean capaces de alcanzar la felicidad; aunque eso signifique sacrificar nuestros propios deseos por el bien de los demás.


  Nuestro trabajo diario debe dejar de ser esa dura carga obligada para convertirse en el lugar donde facilitamos a los demás su labor, preocupándonos de sus problemas y convirtiéndonos en esos amigos que luchan por descomplicar la vida a los que caminan a su lado. Y no os penséis que hablo de grandes sacrificios y cansados esfuerzos, sino en realizar nuestro cometido con la mayor responsabilidad, posibilitando no agravar el de los demás. Regalar una sonrisa, acercar un café, o compartir un rato de charla es entregar nuestro tiempo por amor a esos hermanos que, día a día, forman parte de nuestra historia cotidiana.


  Imaginar si cada uno de los cristianos obrara así con sus semejantes, intentando facilitarles la existencia; cooperando con nuestro esfuerzo, tiempo y dinero a conseguir terminar con las injusticias que son el fruto de los egoísmos personales. La vida sería exactamente como Dios la tenía diseñada, antes del oecado, para que consiguiéramos alcanzar la felicidad.


  Sólo Dios cambia el corazón de los hombres; por eso, como siempre, la solución a los problemas de este mundo es poner al Señor en el centro de él, en el corazón del ser humano. Y esa es la tarea principal a la que ninguno de nosotros puede renunciar si de verdad quiere encontrar solución y respuestas a los problemas que ahogan a la humanidad. Acercar a Jesús a todos los que nos rodean es el acto de amor más grande que podemos ofrecer a nuestros semejantes. ¡No lo dudéis ni un segundo!