25 de abril de 2013

¡Sólo nos amó con locura!

Evangelio según San Juan 12,44-50.


Pero Jesús dijo claramente: «El que cree en mí no cree solamente en mí, sino en aquel que me ha enviado.
Y el que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado.
Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no permanezca en tinieblas.
Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo.
El que me rechaza y no recibe mi palabra ya tiene quien lo juzgue: la misma palabra que yo he hablado lo condenará el último día.
Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre, al enviarme, me ha mandado lo que debo decir y cómo lo debo decir.
Yo sé que su mandato es vida eterna, y yo entrego mi mensaje tal como me lo mandó el Padre.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio de Juan se puede observar una recopilación de los temas fundamentales, desarrollados en capítulos anteriores sobre la predicación pública de Jesús. El Señor nos recuerda y nos resume la esencia de nuestra fe, a través de conocer quién es Él y cual es su misión; de la igualdad, y al mismo tiempo, la distinción entre el Padre y el Hijo: los dos son iguales substancialmente; todo el poder del Hijo es el poder del Padre y las obras del Hijo son las obras del Padre. Pero, a la vez, son distintos ya que hablamos de dos Personas donde es el Padre el que envía al Hijo. Jesús es la manifestación visible de Dios invisible y la revelación máxima de Dios a los hombres. Por eso, cuando Jesucristo realiza obras que son propias de Dios, testifica con ellas su condición divina y una de las mayores que efectuará será su propia resurrección como causa y primicia de la nuestra.


  El Hijo ha recibido del Padre el poder de juzgar y adquirió este derecho cuando le fueron entregadas todas las ovejas para que Él fuera su Pastor. Pero el Señor, en vez de juzgarlas las redimió con su sacrificio, dejándose clavar en el madero para morir por nosotros y devolvernos a la vida de la Gracia. Somos nosotros los que, en libertad, decidimos aceptar o rechazar la Gracia conferida en esta vida, y por esa actitud nos juzgamos a nosotros mismos pudiéndonos condenar eternamente al rehusar en nosotros al Espíritu de Amor. ¡Es tan fácil culpar a Dios de nuestros fracasos! Pero eso resulta imposible cuando escuchamos las palabras de Jesús que nos consuela ante nuestra inquietud, al recordarnos que el Eterno Padre ha puesto nuestra causa en manos del mismo Cristo que ha sido nuestro Redentor. El mismo Salvador que para no condenarnos a la muerte eterna, se condenó a sí mismo; y que no contento con ello, prosigue en el Cielo al lado del Padre, mediando por nuestra salvación.


  Para facilitarnos el camino, Jesús nos revela que Él es la Luz del mundo: esa Luz que ilumina la inteligencia, mostrándose como la plenitud de la Revelación divina. Pero, a la vez, es también la Luz que ilumina el interior del hombre para que podamos aceptar esa Revelación y hacerla vida en nosotros. A través de Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado a la humanidad y, haciéndose hombre, se ha acercado definitivamente a ella. Y por ese Jesús que ha caminado a nuestro lado por los caminos de la tierra, el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, de su valor trascendental y del profundo sentido de su existencia. Valemos tanto a los ojos de Dios que ese Dios envió por nosotros a su Hijo para que derramara hasta la última gota de su sangre. Y no nos preguntó de qué familia éramos, ni que posición social teníamos, ni cómo pensábamos… Sólo nos amó, con nuestros errores y fracasos, hasta el extremo.


  La realidad que el señor vuelve a exponer con sus palabras en este Evangelio, para que a nadie le queden dudas, estará certificada con los hechos cuando se ofrezca en sacrificio por nuestros pecados, trayéndonos la vida sobrenatural con su Resurrección. Porque la Salvación que nos llega a través del Hijo es, ni más ni menos, que el cumplimiento amorosísimo de la voluntad del Padre.