18 de abril de 2013

¡El Pan de Vida!

Evangelio según San Juan 6,35-40.


Jesús les dijo: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed.
Sin embargo, como ya les dije, ustedes se niegan a creer aun después de haber visto.
Todo lo que el Padre me ha dado vendrá a mí, y yo no rechazaré al que venga a mí,
porque yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado.
Y la voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el último día.
Sí, ésta es la decisión de mi Padre: toda persona que al contemplar al Hijo crea en él, tendrá vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.»



COMENTARIO:


   En este discurso  de Jesús, que nos transmite san Juan en su Evangelio, el Maestro ratifica su identificación con el Pan de Vida.
Estas palabras parecen escritas para aclarar los conceptos de todos aquellos que hoy, como entonces, siguen negando la realidad divina en el sacramento eucarístico.


  El Señor ha querido que la Redención se realice con la cooperación de cada uno de nosotros que decide, en su libertad, aceptarla o no. Porque Jesús se entrega, totalmente, al sacrificio de la Cruz para, posteriormente, transmitirnos los frutos de su salvación a través de los Sacramentos en la Iglesia. Y es una opción nuestra, un acto de fe, creer en la Verdad revelada y poner nuestra confianza y nuestra esperanza en el mensaje salvador de Cristo, en la Palabra entregada.


  Pero, como ocurre siempre en las cosas de Dios, el Señor no desea enviarnos una evidencia, una certeza que nos prive del esfuerzo de rendir nuestra voluntad al acto de querer creer. Ni siquiera, como nos aclara el Maestro en este pasaje del Evangelio, sucedió así con aquellos que le seguían por los caminos de Galilea. Sólo los que fueron fieles y aceptaron a Cristo –a pesar de sus dudas y sus miedos- en su caminar terreno como el Mesías esperado, pudieron gozar, en su Resurrección, de la certeza de encontrarse ante el Hijo de Dios. Y es ese “ir hacia Jesús” aceptando sus signos, sus milagros y sus palabras a través del Bautismo, lo que nos convierte en sus discípulos, llamados a la salvación mediante la recepción de la Gracia sacramental.


  Bien es cierto que en nuestros días, donde todos desconfiamos de todo, aceptar la palabra de Cristo sobre su presencia sustancial en un trozo de Pan es algo que puede parecernos difícil y arduo de admitir. Pero no es menos cierto que, nos guste o no, toda nuestra vida descansa en la seguridad de lo que otros nos han manifestado: Nos fiamos de nuestros esposos cuando, al irse de casa, nos aseguran que se van a trabajar; cuando nos dicen que nos aman y que somos las únicas mujeres en su mente y en su corazón. Volamos en unos aviones diseñados por unos ingenieros aeronáuticos con la tranquilidad de que lograrán que se mantengan en el aire. Tomamos los medicamentos que el médico nos recomienda porque nos fiamos perfectamente de su criterio para mantener nuestra salud. Y cuando leemos la historia, asumimos que Napoleón era bajito y estuvo en la batalla de Waterloo porque unos historiadores así nos lo han transmitido. Vivimos de fe, pero de una fe que no compromete nuestra vida.


  Entonces, si unos escritores sagrados que han muerto por defender la verdad que me transmiten, me hacen llegar las palabras de Aquel que vieron morir en una cruz y resucitar en su gloria ¿Porqué voy a dudar? O dudo de todo, o no tengo porque hacerlo sobre aquello que da sentido a ese todo. Y justamente ese sentido es el que Jesús nos transmite al entregarse como alimento a nuestra alma para vivificarla y poder vencer, como Él, a la muerte eterna fruto del pecado. Esa entrega en forma de pan, como cumplimiento de toda la Escritura Santa: el maná definitivo que alimentará a todos los cristianos en su caminar terreno hacia la casa del Padre.


  Porque esa entrega que comenzó con la Encarnación del Verbo y continuó con su Pasión, Muerte y Resurrección no tiene fecha de caducidad, Dios envió a su Hijo para que muriera por todos los hombres, de todos los tiempos y todos los lugares. Y esa salvación universal que, como os decía en un principio, somos muy libres de aceptar o denegar, sigue dispensándola desde los Sacramentos, hoy como ayer, el mismo Jesucristo.