1 de abril de 2013

¡No es fácil, pero es verdad!

Evangelio según San Mateo 28,8-15.


Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: "Alégrense". Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él.
Y Jesús les dijo: "No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán".
Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido.
Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero,
con esta consigna: "Digan así: 'Sus discípulos vinieron durante la noche y robaron su cuerpo, mientras dormíamos'.
Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a ustedes cualquier contratiempo".
Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna. Esta versión se ha difundido entre los judíos hasta el día de hoy.



COMENTARIO:


  San Mateo corrobora en su Evangelio lo que hemos ido observando en estos capítulos de días pasados: las apariciones de Jesús Resucitado no fueron, en primer lugar y como cabía suponer, a los discípulos sino a las “santas mujeres”. Y esto no ha sido un hecho gratuito, sino el merecido reconocimiento a la actitud de aquellas que en la dificultad le han manifestado un amor delicado, desinteresado y generoso.
Cristo deja que le abracen, que gocen de su cercanía, porque justamente su cercanía en los malos momentos ha sido actitud de fidelidad y reciedumbre, frente al abandono de los discípulos.


  No podemos perder de vista la relevancia que los cuatro evangelistas le han dado a la proclamación, por parte de las mujeres de la Resurrección, confirmando con ello la realidad histórica de este hecho; ya que en el ambiente judío de la época en la que fue escrito el Nuevo Testamento se concedía poco valor, casi ninguno, al testimonio jurídico de las mujeres.
Como veréis, hay pequeñas diferencias entre la forma de expresarse de los Sinópticos y, frente a la frescura de Marcos o el gusto por los detalles de Lucas, Mateo es mucho más solemne, catequético y un poco hierático, prescindiendo de los detalles secundarios que, tal vez, nos ayudarían a introducirnos más en estos momentos. Porque estos momentos son de vital importancia para cada uno de nosotros, ya que son el principio de una nueva creación: la de un hombre hecho a imagen y semejanza de Dios que ha sido convertido en hijo por el Hijo, y por Él librado de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna.


  La Resurrección de Jesús es la verdad en la que culmina nuestra fe, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamento por la Escritura y la Tradición y establecida en los documentos del Nuevo Testamento para ser predicada como la parte esencial del misterio Pascual.
Es esa verdad la que llevará a la primera comunidad cristiana, la Iglesia primitiva, a morir por defender lo que en aquellos momentos ya se pagó por esconder: que el Hijo de Dios había vencido a la muerte y vivía, vive y vivirá entre nosotros y por nosotros para siempre.


  Pese a quien pese, y pesa a mucha gente, ese hecho es un acontecimiento históricamente atestiguado por aquellas mujeres y aquellos discípulos que se encontraron, realmente, con el Resucitado; y que, por defender esa verdad, no recibieron honores y alabanzas sino desprestigio y muerte. Este hecho tiene una singular importancia para nosotros los hombres, pues Cristo es el principio de nuestra propia resurrección; primero porque nos justifica el alma, si lo aceptamos, y porque más tarde vivificará nuestro cuerpo.


  Este capítulo nos presenta una más de las verdaderas pruebas de la Resurrección del Señor; y es que incluso los que defendieron la calumnia del robo del cadáver, admitieron con esta actuación que reconocían que la tumba estaba vacía. Pero era lógico que no admitieran este hecho sobrenatural que manifestaba ante sus ojos que las palabras del Maestro, que tenían su significado en las antiguas Escrituras, se habían cumplido en su Santísima Persona. Porque aceptarlo era reconocer que habían dado muerte al Mesías prometido.
Hubiera sido tan fácil aceptar su error y, como el hijo pródigo, con el corazón roto de dolor y arrepentidos, haber perdido perdón al Padre glorificando, aunque tarde, al Hijo. Pero no fue así; la soberbia y el orgullo cegaron su entendimiento añadiendo a su error la mentira y la blasfemia.


  Hemos de tomar buena nota en nuestra conciencia de estas actitudes que nos señala el Evangelio. Porque como aconteció en aquellos momentos, podemos proclamar la verdad manifestada, recibiendo al Señor en nuestro interior aunque esto pueda costarnos problemas o incluso la muerte; o como aquellos fariseos, cerramos nuestros ojos al hecho histórico y desoímos la voz de aquellos que nos precedieron en el camino de la fe. No es tan raro, sólo se trata de buscar justificaciones que nos permitan seguir viviendo a espaldas de la realidad de la Resurrección de Cristo. De nosotros depende; no es fácil, pero es la verdad.