19 de abril de 2013

¡El alimento espiritual!

Evangelio según San Juan 6,52-59.

Los judíos discutían entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer carne?»
Jesús les dijo: «En verdad les digo que si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día.
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Como el Padre, que es vida, me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí.
Es te es el pan que ha bajado del cielo. Pero no como el de vuestros antepasados, que comieron y después murieron. El que coma este pan vivirá para siempre.
Así habló Jesús en Cafar-naúm enseñando en la sinagoga.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de Juan sigue desarrollando las palabras que Jesús transmitió a los que le escuchaban en la Sinagoga de Cafarnaún y que, como podemos observar por su realismo, no sólo escandalizó a los allí se encontraban sino que, por ellas, sucesivas generaciones de cristianos tuvieron que soportar injustas acusaciones de canibalismo por parte de sus perseguidores romanos.
Y, a pesar de esto, todos aquellos que fueron condenados por esa causa nunca negaron la presencia real de Jesús en la Eucaristía. La razón de esto es que tenían clarísimo que ese Pan que repartió el Señor la noche que iba a ser entregado, dejaba de ser pan por las palabras consagratorias, para pasar a ser el Cuerpo de Nuestro Señor; porque tan claro como fue Jesús en la Sinagoga de Cafarnaún, lo será en el Cenáculo al instituir la Sagrada Eucaristía, horas antes de morir.


  No podemos olvidar que somos una unidad hilemórfica, inseparable de cuerpo y espíritu, donde un sentimiento de alegría o tristeza repercute en nuestro obrar; así como cualquier dolor repercute hasta en nuestra forma de rezar. Por eso mantenemos el alma limpia, cuando somos capaces de cuidar nuestro cuerpo sin ceder a la tentación que nos habla de placer como un fin en sí mismo. Y ayudamos al cuerpo a mantener su señorío, cuando educamos a la fortaleza en el gimnasio de las virtudes.
Luego, si el hombre es un todo donde se entreteje lo material con lo espiritual, no es nada raro que cuando Nuestro Señor nos enseñó a orar lo hiciera reclamando el pan de cada día. Porque ese pan, fruto del trabajo del hombre y del regalo de la tierra que el Padre nos da, nos ayuda a fortalecer ese cuerpo que es el Tabernáculo y el Sagrario de Dios, cuando le dejamos que venga a visitarnos. Y esa visita que recibimos en forma de Pan como alimento sagrado y espiritual para nuestra alma, es el propio Cristo que, loco de amor, quiere formar parte de nosotros en nosotros. Y de esta manera, cada uno de nosotros nos hacemos con Cristo, hijos de Dios, inundando su Gracia nuestra alma para deificarnos y darnos la fuerza de seguir al Señor por los caminos de la tierra.


  Esa entrega del Cuerpo de Cristo, como alimento espiritual por nosotros los hombres hasta el fin de los tiempos –la Eucaristía- nos enseñó el propio Jesús que había estado prefigurada en todo el Antiguo Testamento : con los sacrificios de Abel y Abrahám, así como el pan y el vino ofrecido por Melquisedec. Pero sobre todo, si hay una imagen que nos prescribe lo que había de ser la comunión eucarística, esa es la del maná con el que Dios alimentó al pueblo escogido en su éxodo desde Egipto a la tierra prometida. Ese maná que era el pan del Cielo, para que los hombres no rindieran su voluntad, ni murieran de hambre antes de alcanzar ese lugar que el propio Dios había destinado para ellos.
Hoy el pan del Cielo sigue llegando a nosotros a través de la Santa Misa con las palabras consagratorias que permiten la transubstanciación: donde el pan cambia totalmente su substancia, pasando a ser, substancialmente, el Cuerpo de Nuestro Señor.


  También la multiplicación del pan y los peces, para alimentar a la multitud que se congregaba junto a Él, nos habla de ese alimento espiritual que nos transmite la salvación, el Pan de Vida, que se multiplica por todo el mundo a través de las Misas realizadas por nuestra Santa Madre, la Iglesia.
Y no quiero terminar sin hacer una referencia a ese guiño divino que nos hizo Jesús, desde su nacimiento, para que no hubieran dudas de cual iba a ser su último destino: ser el Pan de la salvación, que alimenta nuestra vida. El Señor eligió nacer en una pequeña ciudad llamada Belén, cuyo significado en hebreo es: “casa de pan”. Todas las respuestas a nuestras preguntas se encuentran en la lectura de la Escritura Santa, sólo se requiere que, de verdad, nos decidamos a buscarlas.