5 de abril de 2013

¡Somos sus testigos!

Evangelio según San Lucas 24,35-48.


Ellos, por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos (y les dijo: «Paz a ustedes.»)
Quedaron atónitos y asustados, pensando que veían algún espíritu,
pero él les dijo: «¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso?
Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo.»
(Y dicho esto les mostró las manos y los pies).
Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: «¿Tienen aquí algo que comer?»
Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado (y una porción de miel);
lo tomó y lo comió delante ellos.
Jesús les dijo: «Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí.»
Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras.
Les dijo: «Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día.
Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan.
Ustedes son testigos de todo esto.




COMENTARIO:


  San Lucas comienza este Evangelio como una continuación del anterior, pudiendo observar a los discípulos de Emaús cumpliendo la misión que les ha sido encomendada, tras aceptar plenamente la resurrección del Hijo de Dios: ir y transmitirla.


  A los primeros que se dirigen son a sus hermanos en la fe; a aquellos que todavía podían mantener en su corazón alguna duda sobre esa realidad sobrenatural, porque aceptarla era confiar en esa Palabra que trascendía totalmente los límites de la razón humana. Y justo porque el Señor sabe la fragilidad de nuestra naturaleza y la fuerza que van a necesitar los Apóstoles allí reunidos para conformar la Iglesia naciente, decide regalarles la evidencia de su presencia santa.


  En esta aparición, como veremos en otras posteriores, se percibe la pedagogía de Jesús que quiere enseñarles a sus discípulos los pormenores de su resurrección. Y quiere hacerlo así, para que no les quede ninguna duda, ya que ellos deberán transmitir esa verdad a las generaciones venideras y luchar contra las herejías, que ya en los albores del cristianismo, intentarán socavar diabólicamente la identidad divina y humana de Jesucristo. Ellos deberán ser los testimonios vivos donde la historia se mirará, para llegar a comprender que los hechos que certificaron las palabras fueron el fruto de una realidad cuya fidelidad al mensaje no les proporcionó a los apóstoles honores o prebendas, sino su muerte, libremente aceptada, en aras del compromiso adquirido con Jesús.


  Una vez que todos los allí reunidos hubieron aceptado con miedo, sorpresa, alegría y convencimiento la resurrección de Jesús, el Señor decide mostrarles las características distintivas de esa manifestación: Él no es un simple espíritu que ha regresado para gozar de su compañía, sino que su carne es la misma que murió en la cruz y sus llagas son las mismas que le infringieron en su suplicio de amor. Jesús es Jesús; ese mismo Maestro que anduvo con ellos en Galilea; que compartió y comparte la comida con sus amigos, que busca su proximidad y les abre la mente para que su Luz inunde su entendimiento y, por fin, consigan comprender la verdad de la Escritura que se ha cumplido en su resurrección gloriosa. Jesús es ese Jesús que ahora se manifiesta también en su divinidad, y que tras mostrar su identidad y fortalecer la fe de sus apóstoles debe volver junto al Padre. Pero antes de que esto suceda, el Señor les confía la misión que deberán llevar a cabo: la predicación del misterio de Cristo, del que todos ellos han sido testigos, para la salvación universal.


  Ninguno puede desprenderse de esa tarea, porque han sido escogidos, desde antes de todos los tiempos, para ser las columnas que sostendrán la Iglesia de Cristo. Y es por esa disponibilidad, libremente aceptada, por la que pocos días después –cuando estén preparados- recibirán al Espíritu santo que el Señor les enviará cuando suba a los cielos.
Jesús se irá, pero se quedará siempre a su lado, a nuestro lado, anidando su Espíritu en sus corazones para mantener con Él, como haremos cada uno de nosotros, una profunda vida espiritual fruto de la frecuencia sacramental, la oración y la lectura de la Palabra.


  Como aquella primera comunidad, nosotros debemos reunirnos para recibir la Gracia que el Hijo de Dios nos hace llegar, como entonces, a través de la Iglesia Santa. Y, como entonces, como si estuviéramos otra vez en Jerusalén, comenzar y recomenzar la misión apostólica que se nos encomendó a todos los cristianos en las aguas del Bautismo, extendiendo la Verdad divina por todos los rincones del mundo. Como ellos encontraremos dificultades y dolor, pero las palabras del Maestro deben darnos la fuerza para llevar a cabo nuestra misión: “Vosotros sois testigos de estas cosas”.
Nosotros somos testigos de la fe en Jesucristo, y como tales manifestaremos a todos nuestros hermanos el hecho maravilloso de la Resurrección del Señor.