8 de abril de 2013

¡Creemos porque somos cristianos!

Evangelio según San Juan 20,19-31.


Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor.
Jesús les volvió a decir: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envío a mí, así los envío yo también.»
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo:
a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
Los otros discípulos le dijeron: «Hemos visto al Señor.» Pero él contestó: «Hasta que no vea la marca de los clavos en sus manos, no meta mis dedos en el agujero de los clavos y no introduzca mi mano en la herida de su costado, no creeré.»
Ocho días después, los discípulos de Jesús estaban otra vez en casa, y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, Jesús vino y se puso en medio de ellos. Les dijo: «La paz esté con ustedes.»
Después dijo a Tomás: «Pon aquí tu dedo y mira mis manos; extiende tu mano y métela en mi costado. Deja de negar y cree.»
Tomás exclamó: «Tú eres mi Señor y mi Dios.»
Jesús replicó: «Crees porque me has visto. ¡Felices los que no han visto, pero creen!»
Muchas otras señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos que no están escritas en este libro.
Estas han sido escritas para que crean que Jesús es el Cris to, el Hijo de Dios. Crean, y tendrán vida por su Nombre.



COMENTARIO:


  Vemos en este Evangelio de Juan que la aparición de Jesús glorioso a los discípulos y el envío del Espíritu Santo sobre ellos, viene a equivaler a la Pentecostés que nos cuenta el libro de los Hechos, de san Lucas.
Cuando los apóstoles se encontraban reunidos al atardecer llenos de miedo por la reacción que los judíos habían tenido ante la resurrección del Señor, y ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra, Jesús se presentó ante los suyos con unas palabras que bien podrían servir de lema para la vida de cualquier cristiano: “La paz esté con vosotros”.


  En estos momentos tan difíciles que el mundo está atravesando, donde parece que la presencia de Dios molesta y se le excluye de todos los lugares que pueden ser relevantes para nuestra formación e información, no ha de extrañarnos que el ser humano permanezca en sí mismo presa de la inquietud, el miedo y la soledad.
Como nos transmite el evangelista, ante una actitud de angustia donde parece que nuestros problemas no admiten ningún tipo de solución, el ejemplo de los apóstoles debe ser para nosotros el comienzo y la posición adecuada para recobrar la paz perdida: la oración compartida, litúrgica, y la vivida en soledad que establece esta vinculación  y ese diálogo con el Señor que, como a aquellos primeros miembros de la Iglesia, nos devolverá el sosiego a nuestras almas temerosas. La cercanía, la presencia de Jesús Nazareno, nos espera en los Sacramentos para transmitirnos la fuerza que nos permitirá no desfallecer en la lucha.


  Porque seguir a Cristo es una lucha diaria contra nosotros mismos, contra nuestras debilidades, y contra ese mundo que intentará por todos los medios separarnos de la finalidad a la que hemos sido llamados por Dios desde toda la eternidad. Por eso el Señor quiso hacernos partícipes de la naturaleza divina del Verbo, transformando nuestra vida a través de la comunicación del Espíritu Santo. Y es en ese momento, cuando transmite a los apóstoles la misión que, como Iglesia, van a desempeñar: una misión salvadora que distribuye la redención de Cristo en la vida sacramental. Nos habla este capítulo, específicamente, del sacramento de la Penitencia, donde nuestro Padre, como el de la parábola del hijo pródigo, nos espera para que, arrepentidos, vayamos a reconciliarnos con Él. Jesús transmitió esta potestad de perdonar los pecados a los fieles caídos en pecado después del Bautismo, a los miembros de esta Iglesia que acababa de fundar y que comenzaba su andadura en la tierra para terminarla junto a Él, otra vez, cuando vuelva con gloria al final de los tiempos.


  Todo esto sucedió sin que Tomás, uno de los apóstoles, se encontrara entre ellos; y la actitud que tomó ante el hecho ocurrido ha sido un ejemplo para todos aquellos que, alguna vez en su vida, sólo han sido capaces de creer en lo que los sentidos les han presentado como verdadero y evidente.
Hoy en día, justamente, multitud de prestidigitadores nos han confirmado, con sus trucos de magia,  que a los sentidos se les puede engañar de mil formas distintas; y eso lo aprenderá Tomás cuando, ocho días más tarde, Jesús se vuelva a aparecer ante ellos en la casa que permanecía totalmente cerrada. El Maestro le manifiesta, al discípulo incrédulo, que la fe en su Persona debe apoyarse en el testimonio de aquellos que lo han visto, no en el hecho de una realidad palpable. Porque esa fe en la Palabra que descansará en la Iglesia naciente, será la base del cristianismo que cambiará al mundo.


  Como siempre ocurre con las cosas de Dios, la casualidad no existe sino que da paso a la causalidad; y la ausencia de Tomás en la primera aparición de Cristo fue totalmente por disposición divina. Así, de esta manera, cuando a lo largo de nuestra existencia nos surjan las dudas de fe, volveremos nuestros ojos al apóstol dubitativo y con él repetiremos: Creemos porque Dios nos lo ha revelado; porque confiamos con una fe que es razonable y razonada, que no necesita de la evidencia para aceptar la verdad transmitida. Creemos porque somos cristianos, por la Gracia de Dios.