26 de abril de 2013

¡Cooperamos con Cristo!

Texto del Evangelio (Mt 5,13-16)


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos».



COMENTARIO:


  San Mateo nos trae, en su Evangelio, las palabras de Jesús sobre cual debe ser la actuación, la vida y el verdadero sentido de todos aquellos que nos llamamos cristianos. Las imágenes que usa el Señor de la sal y la luz, reflejan las condiciones que deben cumplir aquellos que viven las bienaventuranzas, porque son discípulos del Maestro.


  Lo primero que me llama la atención, sobre todo porque hay quien afirma que la sola fe nos salva, son las palabras en las que Jesús nos recuerda que la luz debe alumbrar las buenas obras que hacemos ante los hombres y con las que glorificamos al Padre que está en los cielos. Sí; las obras son una respuesta, una consecuencia y una expresión de nuestra forma de ser, de creer, de amar y de pensar… Las obras son la realidad visible de nuestra fe invisible y, por ello, la confirmación ante los hombres de que nuestras palabras se fundamentan en la Verdad que vivimos: en la unidad de vida.


  Cada uno de nosotros lucha por su santificación personal, porque es en la soledad de nuestras conciencias donde rendiremos cuentas a nuestro Salvador, el día que venga a buscarnos. San Agustín nos ha recordado este hecho muchas veces con la frase: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Pero también es verdad que Jesús alude al hecho de que no nos salvaremos solos, que nos encomendó –a través de su mensaje- la salvación de nuestros hermanos al ser cooperadores con Cristo en la transmisión del Evangelio. Por eso rememora, desde este pasaje de la Escritura, que los cristianos somos, o debemos ser, esa sal que preserva de la corrupción los alimentos. En los sacrificios del Antiguo Testamento -nos lo transmite el Levítico- esa sal simbolizaba la inviolabilidad y la permanencia de la Alianza de Dios con los hombres:
“Sazonarás con sal todas tus ofrendas de oblación; nunca omitirás de tu ofrenda la sal de la Alianza con tu Dios. Sobre todas tus ofrendas ofrecerás sal” (Lv. 2,13)


  El Señor nos  manifiesta que todos nosotros, los bautizados en Cristo, somos la sal de la tierra, es decir, los que damos el sabor divino a las realidades humanas preservando al mundo de la corrupción. Y para lograrlo no hay que tener vergüenzas divinas, ni podemos callar la verdad evangélica por miedo a comentarios que nos ridiculicen. Jesús, por nosotros, fue humillado, golpeado, taladrado y crucificado asumiendo, por amor, todo el dolor que su humanidad era capaz de soportar. Debemos transmitir la Palabra de Dios porque hacerlo es comunicar a nuestros hermanos la Persona de Cristo, y Cristo nos salva. Debemos fomentar las virtudes que pueden mejorar nuestra sociedad y que, en el fondo, son hábitos buenos que podemos adquirir por la repetición de actos; y la oración, para que el Señor nos de la fuerza para conseguirlo.


  También nos llama el Maestro para ser la luz que ilumina los caminos de la tierra; no porque nosotros seamos esta luz, sino porque transmitimos la Luz divina que nos inunda cuando vivimos en Cristo a través de los Sacramentos. Y lo lograremos si nuestro distintivo es la caridad, que es la antorcha más representativa del amor de Dios: ayudando a los que lo necesitan y a los que no saben que lo necesitan. Son esas buenas obras que glorifican al Padre y que nosotros llevamos a cabo, humildemente, por la Gracia de Dios.


  Pero si los discípulos pierden su identidad cristiana, se quedan en nada. Si nuestro seguimiento de Cristo no se traduce en obras concretas, los cristianos nos convertimos en un sinsentido del que Dios nos pedirá cuentas. Estamos avisados de que algún día, y no sabemos si será muy tarde, el Altísimo nos preguntará qué hicimos de aquellos hermanos a los que puso a nuestro lado para que los acercáramos a Él; porque somos sus discípulos aquí y allí, trabando y descansando. Somos su sal y su luz y no podemos olvidarlo ni defraudarlo, nunca jamás.