17 de abril de 2013

¡El sentido de la vida!

Evangelio según San Juan 6,30-35.

Le dijeron: «¿Qué puedes hacer? ¿Qué señal milagrosa haces tú, para que la veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra?
Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, según dice la Escritura: Se les dio a comer pan del cielo.»
Jesús contestó: «En verdad les digo: No fue Moisés quien les dio el pan del cielo. Es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo.
El pan que Dios da es Aquel que baja del cielo y que da vida al mundo.»
Ellos dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan.»
Jesús les dijo: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed”.




COMENTARIO:


  San Juan abre, con una introducción a modo de diálogo, la conversación –que encierra un discurso- entre Jesús y algunos judíos que le pedían razones de su verdadera identidad y seguían insistiéndole en que realizara obras prodigiosas para confirmar su filiación divina.


  Siempre me llama la atención el hecho de que entre los coetáneos del Señor, entre aquellos que le seguían de cerca, hubieran podido surgir puntos de vista tan dispares. Cómo era posible que muchos de los hombres que escuchaban sus palabras y evidenciaban sus milagros, mantuvieran al Maestro en una constante crítica existencial, exigiéndole permanentes y nuevas pruebas sobre su mesianidad. Pero la verdadera realidad es que ayer, como hoy, muchos de ellos seguían a Jesús con un montón de ideas preconcebidas; con unos prejuicios creados que cerraban los ojos de su alma, cegándolos a la acción divina que actuaba en la cotidianidad de su existir. Porque es una gran verdad que no hay más ciego que el que no quiere ver, ni más sordo que el que no quiere oír.


  Pero el Señor no se cansa, y sigue revelándoles que los bienes mesiánicos que Él trae son muy superiores a aquellos bienes materiales que demandan y que, aunque necesarios, no tienen un valor perdurable porque carecen de sello de eternidad. Qué aquel maná que reclaman y que Dios les concedió como alimento que recogían los hebreos en su caminar por el desierto cuando iban al encuentro de la tierra prometida, era símbolo y figura de ese Pan de Vida –la Sagrada Eucaristía- en el que el Hijo de Dios se entrega a los hombres como alimento de sus almas para tener Vida eterna. Ese Pan que es en sí mismo el Camino que nos lleva, sin extravíos, al Padre. Ese Pan que es la Verdad que sostiene el edificio de nuestro ser y nuestro actuar. Ese Pan que es el propio Jesucristo.


  Y es ese Jesús de Nazaret el que desde el Evangelio nos advierte a cada uno de nosotros, como hizo con sus interlocutores, sobre el peligro de poner nuestro corazón y nuestra seguridad en esos bienes materiales que el mundo nos presenta como fines en sí mismos y medios para alcanzar una felicidad temporal y pasajera. Nos previene del espejismo de dicha y bienestar que conlleva el olvido de nuestros hermanos en aras del altar del egoísmo. Y nos recuerda que, porque Dios nos ha creado y nos conoce, sólo podremos calmar nuestra sed de eternidad bebiendo del Manantial de Agua Viva que fluye del costado abierto de Nuestro Señor Jesucristo, a través de la vida sacramental en la Iglesia. Porque Jesús nos espera en la lectura y meditación de su Palabra; en la recepción de la Eucaristía, en el perdón de su Penitencia y en todos aquellos beneficios que, como el Hijo de Dios, nos regaló con su sacrificio.


  Cierto es que pedimos y agradecemos el pan de cada día y que, evidentemente, necesitamos para vivir; pero igual de cierto es que por conseguir ese pan no podemos renunciar a la Verdad ni a la recepción del alimento divino que nos da la vida eterna: el propio Cristo. El Señor nos habla de saber, de conocer donde está nuestro corazón; porque sólo con la cercanía de Dios, aunque sea en medio de la propia tribulación, encontraremos la alegría cristiana de los que viven con la esperanza y el convencimiento de poseer todo aquello que de verdad tiene valor: el sentido de la vida.