3 de abril de 2013

¡Quédate a nuestro lado!

Evangelio según San Lucas 24,13-35.


Aquel mismo día dos discípulos se dirigían a un pueblecito llamado Emaús, que está a unos doce kilómetros de Jerusalén,
e iban conversando sobre todo lo que había ocurrido.
Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se les acercó y se puso a caminar con ellos,
pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
El les dijo: «¿De qué van discutiendo por el camino?» Se detuvieron, y parecían muy desanimados.
Uno de ellos, llamado Cleofás, le contestó: «¿Cómo? ¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no está enterado de lo que ha pasado aquí estos días?»
«¿Qué pasó?», les preguntó. Le contestaron: «¡Todo el asunto de Jesús Nazareno!» Era un profeta poderoso en obras y palabras, reconocido por Dios y por todo el pueblo.
Pero nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes renegaron de él, lo hicieron condenar a muerte y clavar en la cruz.
Nosotros pensábamos que él sería el que debía libertar a Israel. Sea lo que sea, ya van dos días desdeque sucedieron estas cosas.
En realidad, algunas mujeres de nuestro grupo nos han inquietado,
pues fueron muy de mañana al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, volvieron hablando de una aparición de ángeles que decían que estaba vivo.
Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron todo tal como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron.»
Entonces él les dijo: «¡Qué poco entienden ustedes y qué lentos son sus corazones para creer todo lo que anunciaron los profetas!
¿No tenía que ser así y que el Mesías padeciera para entrar en su gloria?»
Y les interpretó lo que se decía de él en todas las Escrituras, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas.
Al llegar cerca del pueblo al que iban, hizo como que quisiera seguir adelante,
pero ellos le insistieron diciendo: «Quédate con nosotros, ya está cayendo la tarde y se termina el día.» Entró, pues, para quedarse con ellos.
Y mientras estaba en la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio.
En ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció.
Entonces se dijeron el uno al otro: «¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»
De inmediato se levantaron y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once y a los de su grupo.
Estos les dijeron: «Es verdad: el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón.»
Ellos, por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.



COMENTARIO:


  El episodio de la aparición del Señor a los discípulos de Emaús, es una especie de puente entre el anuncio que hemos visto de la Resurrección y las apariciones que tendrán lugar a los Once.
Es una maravilla meditar, con pausa y detenimiento, este capítulo evangélico que nos narra san Lucas con todo detalle. Estos dos discípulos partían de Jerusalén y se dirigían a una aldea que se llamaba Emaús, reviviendo con tristeza y desesperanza los difíciles momentos que acababan de acontecer; sin encontrar el sentido a la muerte de su Maestro, que había sido clavado en un madero como un vulgar delincuente. En su interior algo se había roto al no haberse dado esa manifestación mesiánica que todos esperaban, y que debía haberse convertido en señal visible de triunfo que hubiera convencido a todos los miembros del pueblo de Israel. Toda su vida, sus esperanzas, comenzaban a parecerles un sinsentido; la fe en su Señor se apagaba poco a poco en su interior y un profundo dolor les aprisionaba el alma.


  Y son esos momentos y esas circunstancias las que Jesús elige para caminar junto a ellos por los senderos de la vida. Poco a poco les va explicando, con paciencia y amor, cómo todos los acontecimientos acaecidos han sido cumplimiento de las Escrituras que dormitaban en las profecías de la historia de Israel. Poco a poco, les enciende en el corazón la llama de la esperanza que surge del reconocimiento, la comprensión y la confianza de Aquel que no puede mentirles ni engañarse y, poco a poco, crea en su corazón la necesidad de su presencia que les mueve a intentar, por todos los medios, retenerlo un poco más a su lado.
No quieren prescindir de Ese compañero de camino que les ha dado la Luz que ha iluminado su querer y su saber, escapando de la oscuridad y las tinieblas provocadas por las dudas y las preguntas sin respuesta que les habían llevado a esa tristeza existencial.


  Pero es en la fracción del pan cuando el Maestro les abre la inteligencia y el corazón; es entonces cuando reciben la llama de la fe y su tibieza se transforma en una flama de amor ardiente. Es en ese Pan, donde reconocen a su Cristo y Señor; a la Palabra hecha carne que los espera en una intensa vida eclesial y sacramental. Y es ese conocimiento el que pone alas a sus pies para desandar el camino de vuelta y ser testigos, ante sus hermanos, de la verdad del Evangelio: Cristo, realmente, ha resucitado.


  Cuantas veces nosotros, como los de Emaús, sentimos desfallecer nuestra fe, sin darnos cuenta que esa fe es como una hoguera que precisa para arder de los manojos, a veces grandes y otras veces pequeños, de la leña de nuestra vida espiritual. Jesús nos transmite el secreto que debe avivar nuestro fuego interior: su Palabra, que encontramos en la Escritura Santa; la oración, fruto de ese diálogo divino que surge del trato con nuestro Dios; y la vida Sacramental, sobre todo de la Eucaristía que es el alimento divino que permitirá que tengamos una profunda vida interior.


  Cristo es nuestro Dios y como nos prometió, tras su Resurrección, se ha quedado con nosotros hasta el fin de los tiempos. Sólo requiere que, como aquellos discípulos, cada uno de nosotros le pida libremente que se quede a nuestro lado; que no nos abandone; que comparta su Ser con nuestro existir; que sea Uno con nosotros. Si así lo hacemos, como Iglesia que somos, caminando para extender el Reino de Dios en la tierra, Jesús será nuestro amigo inseparable que nos dará la luz, la fuerza y el valor para no defraudarle jamás.