1 de abril de 2013

¡Creer para comprender!

Evangelio según San Juan 20,1-9.
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes.
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo,
y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.
Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.



 COMENTARIO:


 Comienza este evangelio de Juan con María Magdalena camino del sepulcro muy de mañana. Seguramente iba acompañada de otras mujeres, con la intención de ungir al Señor con los aceites aromáticos propios de los ritos funerarios judíos. Seguro que iba deprisa, con esa inquietud propia de un amor incondicional hacia el Hijo de Dios; un amor lleno de sentimiento que en ningún momento se ha planteado que las palabras del Maestro se hayan hecho realidad, y haya resucitado. Por eso, al contemplar el sepulcro abierto, su corazón se llena de temor y se va en busca de los Apóstoles con el convencimiento de que han robado el Cuerpo del Señor.

  Es Pedro, el Pastor de la Iglesia naciente, y Juan, el más joven que descansó su cabeza en el pecho de Jesús, los que corriendo, llenos de inquietud, partieron hacia la tumba para corroborar las palabras de María. Lógicamente, por edad, llegó antes Juan que dominó el deseo de entrar en la roca a la espera, por respeto, de que lo hiciera Simón Pedro. Ellos fueron los primeros en percibir los detalles externos que manifestaban que Cristo había resucitado: la ausencia del Cuerpo; los lienzos caídos -literalmente yacentes- que revelaban que lo sucedido no podía ser obra humana. Lo que allí había tenido efecto no era, en modo alguno, producto de que alguien quisiera robar el Cuerpo del Señor; ya que si eso hubiera sucedido así, nadie se hubiera entretenido en quitarle las vendas y dejar bien colocados los lienzos, ante la premura por salir con la máxima rapidez para no ser vistos. Por todo ello, nos dice el Evangelio que Juan, “vio” y “creyó”.
Pero aunque los apóstoles tenían las pruebas visibles, perceptibles por los sentidos, de una resurrección proclamada con anterioridad por su Maestro, el hecho de creer requería de la fe para ser aceptada.  Pedro y Juan sólo alcanzarán a comprender la verdad de lo anunciado con la proximidad de la presencia divina y el envío  del Espíritu Santo en Pentecostés.

  Cuantas veces nosotros, como los primeros cristianos, tenemos dificultades para someter la inteligencia ante los hechos que la realidad divina nos presenta; tal vez porque eran, y siguen siendo, algo extraño e increíble al pensamiento humano. Pero justamente por ello, san Juan nos recuerda la actitud de aquellos apóstoles que primero creyeron y después comprendieron; recurriendo a los medios que fueron infalibles para que ellos llegaran a descubrir las luces que se esconden en los claro-oscuros de la fe: La cercanía de Jesús Resucitado y la efusión del Espíritu Santo, que nosotros recibimos a través de una intensa vida sacramental; La oración compartida con nuestros hermanos y presidida por María, que gozamos cada vez que participamos de la Liturgia eclesial; Y la lectura de la Sagrada Escritura, como prefacio anunciado de la realidad vivida.
Sólo así aquellos pescadores de Galilea consiguieron ser los robustos pilares donde se edificó la Iglesia de Dios; y sólo así, cada uno de nosotros conseguirá ser lo que está llamado a ser, por la Gracia de Dios.