25 de mayo de 2015

¡Asúmelo!

Evangelio según San Marcos 10,17-27. 


Cuando Jesús se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?".
Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno.
Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre".
El hombre le respondió: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud".
Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme".
El, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes.
Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: "¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!".
Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: "Hijos míos, ¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios!.
Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios".
Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: "Entonces, ¿quién podrá salvarse?".
Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: "Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible". 

COMENTARIO:

  En otros episodios evangélicos, hemos podido comprobar cómo el Señor salía al encuentro de aquellos a los que llamaba para ser sus discípulos. Y hemos contemplado cómo, a pesar de sus muchas limitaciones y circunstancias, el Señor –que conoce de los que somos capaces- ha apostado por sus Apóstoles. Solamente les ha requerido su disposición incondicional,  y Él, a través del Espíritu Santo, ha puesto el resto. Cristo nos ha dado su fuerza, para que seamos capaces de vencer nuestra naturaleza herida; y lo único que nos ha requerido, es la confianza en su Providencia.

  Aquí, en este Evangelio de san Marcos, vemos como esto sucede al revés; y es ese joven, el que corre al encuentro del Maestro porque quiere heredar las promesas que Dios otorgó a Israel. En realidad lo que desea, es asegurarse la salvación. Él no ha ido, como fueron Pedro, Juan o Andrés, a escuchar las predicaciones de Jesús, y acompañarlo por los senderos de Galilea; él no ha conocido al Señor y, ni mucho menos, ha empezado a amarlo desde lo más profundo de su corazón. Por eso su primera pregunta tiene una finalidad práctica: busca encontrar unas normas que, cumpliéndolas, nos den y nos alcancen la vida eterna.

  Cristo, con mucha paz y mucha paciencia, le indica que el camino para llegar a Dios, son los Mandamientos. Mandamientos que el joven, en un acto de una cierta soberbia, asegura que cumple con rotundidad. Y es entonces cuando el Hijo de Dios le advierte, como ya hizo con sus predecesores durante el Éxodo, que las promesas estaban condicionadas a la fidelidad. Que tal vez el problema sea que ha vaciado de contenido el sentido de la letra, y ha olvidado que el denominador común de todos los preceptos divinos, es el amor. Porque el Padre quiere esa entrega, que no se guarda nada para sí misma. Y que está dispuesta a renunciar a todo, por el bien de los demás. Quiere esa Alianza que fundó con Abrahán, por la que el Patriarca confió en el Señor, contra toda esperanza.

  Ese hombre, que era fiel a lo escrito, había olvidado que lo que da valor a cada palabra, es la intención con la que lo llevamos a cabo. Y el Maestro clava su aguijón, en el punto vulnerable de aquel que estaba convencido que no tenía fisuras en la muralla de su fe: la entrega de sus bienes más preciados. Para unos será el dinero, para otros el tiempo, para otros la honra, para muchos la posición social y económica. Jesús nos pide, como le pidió al muchacho del Evangelio, que no  pongamos nuestra seguridad en las cosas terrenas; sino que descansemos en su Voluntad y aceptemos su Providencia. Le pide, en resumen, que de un cambio a su vida; y que reconduzca sus prioridades en las que, indiscutiblemente en el primer puesto, debe estar Dios.

  ¡Qué difícil resulta eso! No sólo para aquel chico del que habla el texto, sino para cada uno de nosotros. Porque todos, absolutamente todos, estamos apegados a nuestras cosas –pocas o muchas- y no estamos dispuestos a renunciar a ellas. Evidentemente les costará más a los que tienen más, desprenderse de los bienes, que aquellos que tienen poco; pero yo os aseguro que a todos, nos significará un esfuerzo razonable renunciar a lo que consideramos nuestro, por derecho. Tal vez el problema, como siempre, radica en no recordar que todo es de Dios; y nosotros sólo lo disfrutamos, el tiempo que el Señor así lo disponga.


  Yo lo comparo a aquellas avionetas que para alzarse del suelo y alcanzar el Cielo, tienen que desprenderse del lastre. Si quieren guardar todos los fardos que llevan en su interior, no conseguirán levantarse del suelo. Pues bien, a nosotros nos ocurre lo mismo; necesitamos tener el alma libre, sin nada que nos ate y nos limite, porque todo debe estar en función de nuestra vocación. Y lo primero que somos, no lo olvidéis, es que somos cristianos. Dios nos ha llamado a la vida, para ser sus discípulos; por eso nos ha conferido la fuerza del Paráclito –con el Bautismo- para poder responder afirmativamente a su convocatoria. Sin su Gracia, todos contestaríamos como lo hizo aquel joven rico; por eso, aunque no nos demos cuenta, hasta para lo más insignificante necesitamos imperiosamente del amor incondicional de Dios ¡Asúmelo! Y compórtate en consecuencia.