21 de mayo de 2015

¡Grande, Inmenso y Maravilloso!

Evangelio según San Juan 17,20-26. 


Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo:
"Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí.
Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.
Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno
-yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.
Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste.
Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos". 

COMENTARIO:

  Como veis en este Evangelio de san Juan, que es de una gran profundidad, Jesús reza y ruega al Padre como Iglesia. Y lo hace así, porque pide por todos aquellos que estamos injertados en su Persona –los bautizados- por la Gracia del Espíritu Santo. Por eso todos los cristianos tenemos una fe común en Cristo y en su misión divina; una unidad propia de la Iglesia, en la que todos somos uno en el Hijo, para alcanzar la filiación divina con el Padre.

  Ser católico es algo tan grande, tan inmenso, tan importante, que debería ser la carta de presentación que nos definiera ante los demás como personas; ya que serlo, es adquirir un compromiso con el Señor, que marca y define el carácter y la propia vida. Pero ser católico, no lo olvidéis nunca, es ser Iglesia; y ser Iglesia es formar parte del Cuerpo de Cristo y actuar en el mundo, como sus miembros. Cada uno según su vocación, su llamada, su capacidad y su compromiso. Pero todos formando parte de un destino común y de un proyecto divino; ya que todos somos uno, como la Trinidad en su diversidad de Personas, es un solo Dios. Somos imagen –como Iglesia conformada por cada uno de nosotros, con nuestras limitaciones, errores, educación e idiosincrasia- del Padre que ha dejado en sus hijos, su semejanza. Y como ya repetía sin descanso el Pueblo de Israel: Dios es Uno, su Pueblo –la Iglesia- es uno, y el Templo  donde oramos y celebramos al Señor, es uno: Jesucristo.

  Por eso es tan importante tener presente ¡y no olvidarlo nunca! que delante nuestro nadie, absolutamente nadie, debería hablar mal de nuestros hermanos, con los que compartimos el Pan eucarístico. Ya que si alguien daña tu mano, tu cuerpo se resiente, aunque no hayan herido tu pie. Todos somos vitales para Dios, que ha querido necesitarnos y compartir con nosotros su creación. Ha querido unirnos, reclamando nuestro amor, a la historia de la salvación. Y no está dispuesto a perder ninguna oveja, ni tan siquiera las extraviadas. Nos quiere a todos seguros en su redil; y, por ello, no le importó salir a nuestro encuentro, aunque eso le costara la entrega de su vida. Aunque los lobos  destrozaran su Cuerpo y taladraran sus huesos. Entonces, si el propio Hijo de Dios no ha hecho acepción de personas, sino que las ha amado hasta el extremo ¿quiénes somos nosotros para opinar si dentro de la Barca de Pedro unos están más capacitados que otros? El Señor nos ha llamado a todos, a dar testimonio de la Verdad. Es decir, a dar testimonio de Sí mismo, a través de la proclamación del Evangelio. Y para ello nos ha dejado al Paráclito, en la vida sacramental de su Iglesia.

  Ese es el motivo de que Jesús termine su oración al Padre, pidiendo por el bien de todos aquellos que hemos sido encomendados a su Gloria. Y no hay mayor bien para el hombre que compartir la fe, alcanzar la salvación y llegar al conocimiento de Dios. Por eso el Maestro nos insiste en que disfrutemos juntos del Banquete celestial, que culminará en el Cielo. Jesús no se rinde y de forma clara y contundente, vuelve a manifestar a todos los hombres, sin importarle la edad, la raza o la condición, que la salvación consiste en estar unidos a su Persona. Y no hay manera de estar más unidos al Señor, que alimentarnos con su Cuerpo y saciar nuestra sed espiritual, con su Sangre. La Eucaristía es el medio adecuado, necesario y principal, por el que el Hijo de Dios toma posesión de nosotros, de una forma natural y sobrenatural; y nosotros compartimos, a la vez, la intimidad más profunda con Jesús.


  Cristo sufrió su Pasión, su Muerte y su Resurrección, para poder liberarnos de la esclavitud del pecado, trascendernos y endiosarnos a través de la recepción, libre y voluntaria, de la Sagrada Comunión. Es aquí donde decidimos nuestro destino; porque Aquel que pidió al Padre por nosotros, no puede salvarnos sin nuestra colaboración. Es como el marinero que cae al mar y, cuando le tiran el salvavidas para que lo coja, se niega a hacerlo; alegando que esperaba que fuera una cuerda de esparto, y no un aro de corcho. Por más que nos cueste de entender cómo es posible que un Dios se humillara tanto por amor, que se hiciera Hombre, así es nuestro Dios. ¡Grande, Inmenso y Maravilloso!