Evangelio según San
Juan 14,7-14.
Jesús dijo a sus discípulos:
"Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto".
Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta".
Jesús le respondió: "Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo dices: 'Muéstranos al Padre'?
¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras.
Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras.
Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre."
Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Si ustedes me piden algo en mi Nombre, yo lo haré."
"Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto".
Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta".
Jesús le respondió: "Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo dices: 'Muéstranos al Padre'?
¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras.
Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras.
Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre."
Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Si ustedes me piden algo en mi Nombre, yo lo haré."
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Juan, es de una intensidad y una profundidad enorme. En el texto, Felipe
le pide a Jesús que le descubra lo que los hombres hemos buscado, a lo largo de
la historia: a Dios. Y el Señor, sin perder la paciencia y consciente de
nuestras limitaciones, le vuelve a repetir el testimonio que sobre Sí mismo
está dando, con sus palabras y sus obras.
Desde los
albores de la Humanidad, hemos intentado conocer aquello que nos transcendía, y
que éramos conscientes que superaba nuestra capacidad; aquello a lo que, en nuestra ignorancia, nos sabíamos
supeditados. Ninguno de nosotros puede dominar los fenómenos naturales; y, si
me apuráis, en nuestra soberbia no hemos querido reconocer que ni tan siquiera
podemos predecirlos, con seguridad. Somos conscientes que la vida no nos
pertenece; ya que si la tuviéramos y fuera nuestra, la podríamos dar. Solamente
somos capaces de participar de ella, e intentar buscar los máximos
conocimientos posibles, para poderla gozar con una cierta tranquilidad. Todo,
absolutamente todo, responde ante un Creador –nos guste o no- que gobierna y
ordena todo lo creado. Por eso, ante nuestros muchos errores cometidos en la
búsqueda de la Verdad, el propio Dios se ha abierto a Sí mismo;
revelándose al género humano.
Pero este
periodo de la historia, en la que los hechos y las personas nos han hablado –por
inspiración del Paráclito- de las
intenciones y de la voluntad de Dios respecto al hombre, sólo ha sido el camino
pedagógico que nos ha conducido a la Encarnación del Verbo. A la Palabra que,
una vez hecha Carne, se ha expresado con un lenguaje humano y comprensible;
abriéndonos el entendimiento, para percibir
la realidad del Todopoderoso: la Trinidad –familia en su misma entraña- que en
una unidad inquebrantable, goza de tres Personas divinas. Dios Padre, cuyo amor
por el hombre no tiene límites y en la búsqueda constante de su salvación, ha
enviado a su propio Hijo, Jesucristo, para redimirnos.
Pero sólo
podemos alcanzar a vislumbrar parte de la Verdad, si el Espíritu Santo ilumina
nuestro entendimiento y fortalece nuestra voluntad. Toda la riqueza y la
inmensidad de Dios –Uno y Trino- está al servicio de la redención del género
humano. Por eso Cristo quiere que conozcamos y descubramos en Él, al Padre;
para poder percibir, aunque sólo sea en parte, la dignidad del hombre. La
importancia que tenemos a los ojos del Creador, que ha dejado en cada uno de
nosotros su imagen. Somos fruto del amor de Dios; y por eso, descubrir en la
vida del Maestro la revelación de la realidad divina es, en su manifestación,
abrirnos a la realidad humana.
Cristo, que es
la faz visible del Dios escondido, sorprende al hombre al mostrarle su propio
sentido. En Él comprendemos que no podemos utilizar a los demás en nuestros
propios intereses; ni podemos menospreciar a los que, en su ignorancia o
desesperación, han perdido o han vendido su propia dignidad. Porque esa dignidad
no proviene de nosotros mismos, sino del sello divino que Dios imprimió en
nuestra alma espiritual. Por eso los Mandamientos se cierran en dos, que son
consecuencia el uno del otro: amar a
Dios, sobre todas las cosas y al prójimo –por la imagen que hace presente en su
persona- como a nosotros mismos; es decir, con total comprensión, cariño y
respeto. Y no olvidéis que en Jesucristo se unen ambas naturalezas: la humana y
la divina; la impresión y El que la imprimió.
El Maestro
recuerda a los suyos, que nadie podría realizar las obras que en Él se
contemplan, salvo Aquel que es el mismo Dios. Solamente ha podido vencer a la
muerte, El que es el Dueño y Señor de la vida. Y ese Jesús de Nazaret, el Verbo
que asumió por amor la naturaleza humana, es nuestro intercesor en el Cielo y
nos promete que todo lo que pidamos en su Nombre, nos lo concederá. ¿Vosotros
sabéis lo que eso significa? Y lo único que nos pide, es que creamos en su
misericordia y su omnipotencia. Que lo aceptemos como lo que Es, y como lo que
nos ha demostrado a lo largo de su existencia terrena: verdadero Dios y
verdadero Hombre.
Él, que conoce
todo lo que nos conviene para nuestra salvación –que en realidad es nuestro
único y mayor bien- nos lo dará sin ningún género de dudas. Porque por redimirnos, entregó su Vida y derramó su
Sangre. Por eso si algo no se nos concede, no desfallezcamos en la fe; ya que eso
es también un síntoma claro, de que Jesús es nuestro Salvador. Un Salvador que
nos libra de nosotros mismos, y no nos
concede aquello que no nos conviene. No hay mejor consejo que aquel que nos
insiste en que, para alcanzar la paz y la felicidad, hemos de aprender a
descansar en su divina Providencia.