10 de mayo de 2015

¡Somos de Dios!

Evangelio según San Juan 15,9-17. 


Jesús dijo a sus discípulos:
«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor.
Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto.»
Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado.
No hay amor más grande que dar la vida por los amigos.
Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando.
Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.
No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá.
Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.»

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan, que hemos meditado –por su importancia- en innumerables ocasiones, comienza con una frase de Jesús, donde el Maestro nos pide que permanezcamos en su amor, como Él ha permanecido en el del Padre. Y la manera en la que el Señor ha hecho efectiva esa realidad, ha sido haciendo suya la voluntad divina y entregándose a ella, hasta las últimas consecuencias.

  Huye Cristo de todos aquellos que le alaban con los labios y le niegan con sus obras; porque son los hechos los que dan testimonio de lo que de verdad siente el corazón. Él asumió libremente su destino salvador, muriendo por todos nosotros en la Cruz. Él demostró, con su vida y su entrega, la veracidad de sus palabras; por eso sus discípulos, una vez realizada la Redención, comprendieron y encontraron el sentido a cada uno de sus mensajes. Ahora Jesús nos pide lo mismo a ti y a mí: quiere que demos testimonio al mundo, de nuestra fe. Y el mayor ejemplo que podemos dar a nuestros hermanos, es el cumplimiento de los Mandamientos que, como bien indica la palabra, son los mandatos que nos ha dado en Persona, el propio Dios. Sin olvidar que todos los preceptos se cierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas –incluso por encima de nosotros mismos- y al prójimo, como a nosotros mismos.  El Padre quiere que le elijamos, sabiendo renunciar a nuestros deseos; no por capricho, sino porque tenemos el convencimiento de que Aquel que nos ha creado, nos conoce a la perfección y, por ello, sus prescripciones serán siempre las más adecuadas.

  Ese Decálogo, que es el perfecto manual de instrucciones para el buen funcionamiento del ser humano, debe ser respetado, admitido e interiorizado por cualquier persona que comprenda la necesidad de conocer, para poder actuar correctamente según su naturaleza; y así poder superar, las deficiencias que el pecado ha imprimido en ella. No hay nada peor que la ignorancia y la soberbia, que no quieren admitir nuestras carencias. Dios nos pide que nos fiemos de Él; que pongamos en su Persona, nuestro futuro. Porque, en realidad, sin su presencia divina, no hay futuro. Y la manifestación de nuestro amor, nos insiste en que debe ser la proyección del Suyo: el hombre. El Padre nos llama a evidenciar el amor que le tenemos, expresándolo a través de los demás. Porque cada uno de los “demás” es la imagen en la tierra, del Dios que está en los Cielos. Por eso, por una regla de tres perfecta, no se puede decir que amamos y vivimos en la Trinidad divina,  si pasamos y olvidamos las necesidades de nuestro prójimo.

  Sólo seremos, si somos en Dios; y sólo estaremos en Dios, si permanecemos unidos a nuestros hermanos. Eso es ser Iglesia; eso es ser, verdaderamente, comunidad cristiana. Pero no olvidéis nunca, que no somos una ONG, que se siente a gusto haciendo el bien a quienes lo precisan. Sino que somos miembros del Cuerpo de Cristo que, haciendo el bien a quienes lo precisan, transmitimos la fe y hacemos llegar la vida de la Gracia al alma de los demás, acercándolos a los Sacramentos y comunicando la Palabra. Ésa y no otra, debe ser la gasolina que mueva el motor de nuestro existir: Jesucristo.


  En el texto, el Maestro nos habla de una forma íntima y personal, al recordarnos que si estamos aquí –en este momento- a su lado, es porque Él ha salido a nuestro encuentro. Dios nos creó para ser santos; y nos ha dado la vida para elegir volver a ese lugar, del que nunca debimos partir. Pero el Maestro ha venido a este mundo, para llamarnos a formar parte de su redil; a ser, de una manera determinada –como Iglesia-, sus discípulos. Cómo hizo con Pedro, con Juan, con Andrés, con Mateo…sin importarle nuestras faltas y limitaciones. Solamente, porque se enamoró perdidamente de ti y de mí. Sabe que tenemos algo especial, para ser capaces de manifestar al mundo su realidad, tanto humana como divina. Sabe que, aunque a veces dudemos, no le vamos a fallar. Y lo sabe, porque nos ha entregado su Espíritu para que nos infunda la luz para conocer, y la fuerza para seguir. Lo sabe, porque nos ha hecho suyos con las aguas del Bautismo; y Él no se rinde jamás, ante la posibilidad de perder una oveja de su rebaño. Créeme, cualquier hombre que piense, y que piense bien, sabe que no hay mejor negocio para el hombre, que ser de Dios.