Evangelio según San Juan 14,1-6.
Jesús dijo a sus discípulos:
"No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí.
En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar.
Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes.
Ya conocen el camino del lugar adonde voy".
Tomás le dijo: "Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?".
Jesús le respondió: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí."
"No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí.
En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar.
Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes.
Ya conocen el camino del lugar adonde voy".
Tomás le dijo: "Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?".
Jesús le respondió: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí."
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Juan es, indiscutiblemente, un grito de esperanza para aquellos que vagan
por la tierra, en busca de su razón de ser. Ante todo, el Maestro nos hace un
paralelismo entre la falta de fe y esa inquietud que nos corroe el alma. Porque
sólo Dios da respuesta a todas las preguntas e ilumina –con su Luz- lo que está
oscuro a nuestra razón y nuestro entendimiento.
Siglos de
historia y ciencia, no han podido terminar -ni explicar convincentemente- la
realidad de la muerte, la violencia del género humano y los terribles efectos
naturales, con los que los hombres comprobamos nuestra limitación y nuestra
pequeñez. Jesús nos pide, ante todo esto, que confiemos en Él y descansemos en
su Providencia. Que creamos en la necesidad de sus Mandamientos, para alcanzar
el orden establecido; y, aceptando su Ley, nos entreguemos al servicio y al
bien de nuestros hermanos. Porque todos los preceptos del Señor, se rigen por
la regla maravillosa del amor.
El Maestro nos
da la paz, cuando nos entregamos a su Voluntad. Una Voluntad que, para
salvarnos, se ha dejado clavar en un madero y ha asumido –como propia- la culpa
de nuestro pecado. Aquel que ha ofrecido hasta la última gota de su Sangre,
para librarnos a nosotros de la responsabilidad del castigo, no permitirá que
sucumbamos al horror y la tentación. Él nos ha entregado su Gracia; para que
con ella, cómo si fuera un escudo protector, podamos esquivar los dardos
envenenados que nos lanza el Enemigo. Pero es tarea nuestra ir a buscarla; y,
colocándola delante de nuestro pecho, proteger nuestro interior.
Vemos en el
texto, como los Apóstoles se han entristecido al escuchar que, hasta el propio
Pedro, va a ser capaz de traicionar al Maestro. Pero Jesús los anima,
enfrentándolos a la realidad de su naturaleza herida y a la necesidad de
recibir su fuerza, en los Sacramentos de la Iglesia. Les asegura que, al final,
todos ellos perseverarán y serán capaces de responder con su vida, al
compromiso adquirido. Y será así, porque Él permanecerá con nosotros, en la
Barca de Pedro, hasta el fin de los tiempos. Pero ahora se ha de ir, porque
sólo en su ausencia se hará posible la venida del Espíritu Santo. Y el Señor
aprovecha esta circunstancia, para abrirnos a la explicación del misterio de la
Gloria; teniendo en cuenta que, a pesar de la Gracia, nos movemos en las
tinieblas del enigma y la intimidad divina.
Cristo nos
descubre que en el Cielo –como debería ocurrir en la tierra- la justicia no es
igualitaria; porque si lo fuera, dejaría de ser justicia. Que cada uno,
recibirá en función de lo que ha dado; y que todos aquellos que alcancemos la
santidad, seremos como aquellos recipientes de distinto tamaño, que quedan
llenos de la Gloria de Dios. El que haya tenido un corazón inmenso, que se ha
desarrollado en la entrega a los demás, gozará de una plenitud más grande al
poder poseer más Gracia de Dios. Todos plenos, todos felices, pero con
distintas capacidades y, por ello, distintas satisfacciones. Omite el Señor a
los hombres que, por su pecado y desobediencia voluntaria y responsable, hayan
roto su vasija y no puedan obtener la Gloria divina.
Yo, a veces, lo
comparo a aquel que abrió sus ventanas de par en par, y permitió que la luz del
Sol inundara toda la estancia; es decir, que llenó de la presencia divina, todo
su ser. Sin embargo, también podemos abrir sólo una parte; y a pesar de que los
rayos del astro solar brillan en nuestro interior, no lo hará en su totalidad.
Si Jesucristo es la Felicidad; todos los que lo tengamos seremos felices, pero
con distintas intensidades. Por eso mientras haya tiempo aquí en la tierra, no
sólo hemos de intentar alcanzar la salvación, sino estar dispuestos a darnos
sin medida y ser fieles a los planes que Dios tiene para nosotros, desde antes
de la Creación. No podemos conformarnos con un aprobado, sino que hemos de
luchar por alcanzar la Matrícula de Honor. Pero no olvidemos que seguir los
pasos de Cristo es un acto libre, que compromete la decisión de los hombres.
Quiere el Señor que Le elijamos, por encima de las demás opciones que el mundo
nos ofrece; y sólo así podremos gozar de la eternidad gloriosa, junto a Él.
Vemos en el
texto, como Tomás verbaliza lo que, tal vez otros sienten y no se atreven a
manifestar: la dificultad para interpretar las palabras del Maestro, y llegar
al conocimiento de Dios. Jesús aprovecha esta circunstancia, para resumir en
una frase –que permanecerá en el tiempo y el espacio- todo lo que encierra su Encarnación: que Él
es “el Camino, la Verdad y la Vida”. Es la Verdad, porque con su venida al
mundo ha demostrado la fidelidad de Dios a sus promesas. Él, con su
Resurrección, ha dado testimonio de que su Palabra –su mensaje salvador- era
cierto y ha revelado, en su Persona, el auténtico conocimiento de la Trinidad
divina. Ya no hay nada que esperar tras Él; nada que descubrir que no haya sido
revelado a los hombres, en su Nombre.
Pero Jesús va
más allá y nos demuestra que Él es la Vida; primero porque ha vencido a la
muerte, y se ha hecho presente a los suyos con el compromiso de resucitarlos en
el último día. Y segundo, porque desde toda la eternidad ha estado junto al Padre
y nos ha hecho, mediante la colaboración libre de la Gracia, partícipes de la
vida divina, que no tiene fecha de caducidad. Y nos ha dado las claves para
alcanzar ese tesoro: hacernos uno con Él, en los Sacramentos; y hacer de su
Evangelio, la guía y la medida de nuestra existencia. Es decir, caminar
poniendo nuestros pies en el surco que han dejado sus huellas; y ser fieles
seguidores de su Persona, asumiendo en nosotros las directrices de su amor
incondicional. ¡No podemos permitirnos errores!