7 de mayo de 2015

¿Estás sordo?

Evangelio según San Juan 13,16-20. 


Después de haber lavado los pies a los discípulos, Jesús les dijo:
"Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía.
Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican.
No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí.
Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy.
Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió". 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan comienza, justo cuando el Maestro ha terminado de mostrar a los suyos, con su ejemplo, una de las actitudes que deben ser características de los seguidores de Jesús: la humildad. Ese gesto –el lavatorio de los pies- que realizaban los esclavos en las casas, servía para que aquellos que llegaban con los pies sucios, del polvo del camino, se sintieran limpios y a gusto antes de compartir el alimento y la compañía, con aquellos que les habían abierto las puertas de su hogar. Y el Señor aprovecha esta circunstancia, para recordarnos que hemos de estar dispuestos a todo, para facilitar la vida a los demás; y en ese “todo” se encierra el someter nuestro orgullo, y posponer nuestros deseos.

  Jesús nos insta a poner en práctica ese elemento distintivo del amor, que es la búsqueda de la felicidad del amado. Insistiéndonos en que, para nosotros los cristianos, todos son nuestros hermanos y, por ello, deben ser fruto de nuestros desvelos. No hay tarea pequeña, ni desagradable, para los discípulos de Cristo, si con ella hacemos la vida más satisfactoria a nuestros semejantes. Y, como veis, no nos habla de cosas difíciles o complicadas, sino de todas aquellas minúsculas delicadezas, con las que podemos agradar a los demás. Lo que ocurre es que, para ello, tal vez sea necesario estar más pendiente de nuestros deberes, que de nuestros derechos.

  Trata el Señor de cosas tan simples, como es el levantarse antes que los demás para ponerles un desayuno en la mesa, desvinculándonos u olvidándonos del “yo”, que nos insiste en nuestro cansancio y en el deseo personal de ser servidos. Trata de cocinar eso que sabemos que les gusta; aunque tal vez, no sea lo que más nos agrada a nosotros. Trata de realizar esa tarea, pese a que ese día le correspondiera al otro. No importa si se lo merecen o no; o si yo he dado más que los demás, sino que debemos estar dispuestos a perder la vida por Dios, sin que nadie aprecie que su bienestar –que es la responsabilidad divina que el Padre nos ha pedido que asumamos libremente- descansa en nuestra entrega y nuestros pequeños sacrificios.

  Son detalles sencillos que, sin duda, hacen el día a día más fácil a los que nos rodean. Si todos los hiciéramos así; si cada uno cuidara de los otros, éste mundo sería un lugar maravilloso, donde todos aprenderíamos el camino de la Gloria. De eso tratan los mandatos divinos; los preceptos de Dios; de ayudarnos a forjar, con nuestro asentimiento y nuestra confianza en la Providencia, un mundo mejor.

  El Señor nos habla de esa actitud interior, que es la base que genera y facilita los actos que determinan nuestra forma de ser y de pensar. Porque los hombres no podemos forzar constantemente situaciones, que se desvinculan de nuestro sentir; ya que eso termina rompiendo nuestro equilibrio interior. Cristo nos insiste en que hemos de buscar, porque conocerle y amarle, es una misma cosa; es una realidad inevitable. Y al hacerlo, la humildad moverá nuestros actos; ya que esa difícil virtud, es la consecuencia de haber asumido nuestra debilidad y nuestros errores, ante la magnificencia de Dios.

   Si Aquel que lo es Todo, ha venido a este mundo para ser insultado, despreciado y martirizado por amor a mi persona, yo, que no soy nada frente a la inmensidad divina, debo estar dispuesto a reconocerme como tal y, asumiendo la voluntad del Padre, hacerla mía. Y cada uno de nosotros, que ha escuchado la Palabra, sabe que la voluntad de Dios es que amemos a nuestros hermanos como a nosotros mismos. Es decir, cuidándolos, como nos gustaría que nos cuidaran a nosotros.

  Debemos hacerlo, no porque los demás se lo merezcan –que puede que también-; ni porque asumamos que son mejores, sino porque estamos dispuestos –por el Hijo  y con la fuerza del Espíritu- ha hacer felices a todos aquellos que el Padre nos ha encomendado. Porque a cada uno de nosotros, el Señor nos pedirá cuentas del hermano que puso a nuestro lado. Y no olvidemos nunca, que no hay verdadera felicidad, sin Dios. Por eso, darnos a los demás implica transmitirles la fe, con nuestras palabras y, sobre todo, con nuestras obras. Sólo viviendo con coherencia el mensaje cristiano, alcanzaremos esa paz que tanto hemos ansiado.


  Vuelve el Maestro, en el texto, a aclarar para todos aquellos que le escuchan, que tiene consciencia de que uno de ellos le va a traicionar.  Quiere que comprendan que nada hay oculto a sus ojos; lo que ocurre es que para Dios, nada hay tan importante ni más preciado, que la libertad del hombre. A pesar de que haciendo mal uso de ella, nuestros primeros padres introdujeran el sufrimiento, en el mundo; o que Judas pueda entregar al Hijo de Dios, a la muerte. Pero Aquel que ama, necesita que el amado lo elija por encima de todo; y por eso permite que todo, esté a disposición del amado. Que decida regresar, si se equivoca, aunque el camino de vuelta sea dificultoso. Pero sabe que para el que quiere de verdad, el afecto que fluye del corazón pone alas en los pies, y vence todos los obstáculos. Así nos quiere el Padre: dispuestos a remar con fuerza, en la Barca de Pedro –la Iglesia-, para alcanzar la orilla, donde nos espera. Sin miedo ante las olas; sin desfallecer ante la tempestad y el cansancio, porque Cristo está en medio de nosotros. Nos llama a la fe, a la esperanza y a  la humildad ¿Estás sordo?