18 de mayo de 2015

¡Él es el Director!

Evangelio según San Juan 16,29-33. 


Los discípulos le dijeron a Jesús: "Por fin hablas claro y sin parábolas.
Ahora conocemos que tú lo sabes todo y no hace falta hacerte preguntas. Por eso creemos que tú has salido de Dios".
Jesús les respondió: "¿Ahora creen?
Se acerca la hora, y ya ha llegado, en que ustedes se dispersarán cada uno por su lado, y me dejarán solo. Pero no, no estoy solo, porque el Padre está conmigo.
Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo
". 

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de san Juan, como a los discípulos les parece que el Maestro habla claro y que ahora, a diferencia de otras ocasiones, le pueden entender sin dificultad. Ellos, como nos ocurre muchas veces a nosotros, no han alcanzado a comprender la realidad divina de Jesús; porque para ellos, y para ser fieles  a la Palabra, les falta la presencia del Paráclito en su interior. Todo el ministerio del Hijo de Dios concluirá en la Cruz y en la Resurrección; porque es allí, con su sacrificio, donde hará posible la inhabitación del Espíritu en los hombres, al instituir su Iglesia Santa.

  Sólo entonces, con la recepción de la Gracia, nuestra razón y nuestra voluntad serán capaces de conocer y responder a la llamada de Dios que, de forma personal, nos hace a cada uno de nosotros. Por eso leer, tratar y meditar la Escritura, sin tener en cuenta la luz del Magisterio, es un error de la soberbia que puede costarnos la vida eterna. Cristo nos insiste en que solamente liberados de nuestros pecados, por la gracia sacramental, seremos capaces de abrir nuestros ojos a la Verdad y nuestra alma a la Esperanza.

  Pero Jesús nos dice que seguirle, requiere de un conocimiento previo que pone en juego nuestra voluntad. De una inquietud que nace en el alma, y que no se conforma con la uniformidad; con lo que marca la “norma” o la mal llamada, actualidad. Que aunque no alcancemos los “cómos” debemos confiar en los “porqués”. Que sólo podremos llegar a admitir que el Maestro es el Hijo de Dios, si asumimos como algo propio el Bautismo y dejamos que el Espíritu Santo nos comunique sus dones, que nos son conferidos con su presencia. Debemos abrir nuestro corazón a Dios y, sin reservas, unir nuestra voluntad a la suya. Debemos confiar en su Palabra, y hacer de ella los cimientos donde se asiente nuestro existir. Debemos sentirnos, desde lo más profundo del alma, hijos de Dios en Cristo y, por tanto, familia cristiana. Ese es el convencimiento que nos hará profundizar en los recuerdos y en la búsqueda de la Tradición, que nos conducirán a la Iglesia de Nuestro Señor.

  Cristo, que nos conoce, nos insiste en que cuando lleguen esos momentos en los que por miedo, por vergüenza o comodidad, flaqueemos en la fidelidad a su Persona o a su mensaje, no nos escandalicemos de nosotros mismos; porque hacerlo, o intentar justificarlo con razones sin sentido, sólo es el producto de nuestra soberbia, que no quiere reconocer nuestra fragilidad humana. El Señor permite que eso suceda, para enfrentarnos a lo que somos –y no a lo que creemos ser- y aceptar que si no permanecemos a su lado, no podremos hacer nada bueno. Y sólo estaremos a su lado realmente, no lo olvidéis, si participamos de los Sacramentos, especialmente de la Eucaristía. Es en ese momento, al responder afirmativamente a la vocación recibida, cuando nos hacemos uno con el Señor y formamos parte de los planes divinos. Nos hacemos uno con el Hijo y nuestra vida ya no es sólo nuestra, sino un proyecto de futuro que se une a la voluntad del Padre, en un para siempre.

  Jesús nos dice que nos regala su paz: ese equilibrio espiritual, que es el don más preciado para el hombre. Pero la paz siempre proviene y se alcanza de una lucha preliminar. Es el fruto de esa guerra, en la que combatimos contra Satanás; y en la que nos vencemos a nosotros mismos, superando tentaciones y madurando en la renuncia, para adquirir la fortaleza que afianza las murallas de nuestra fe. Es esa paz que descansa en el auxilio de la Providencia; y en la seguridad de que, si el Señor está a nuestro lado, nada malo nos puede suceder. Nada que ponga en peligro nuestra salvación; nada que dificulte nuestro trato con Dios y, consecuentemente, el cariño que les debemos a nuestros hermanos.


  Y en la frase final del texto, el Maestro nos explica el término de esa gran producción, que es la Redención: Él ha vencido al mundo. Nos desvela el sentido que ilumina y da razón a todo el argumento. Nos descubre un final glorioso e intemporal, donde gozaremos del Amor en todo su esplendor: sin egoísmos, sin tristezas, sin intereses y sin fechas de caducidad. Solamente nos pide que, para lograrlo, participemos en la trama y seamos fieles al guión establecido, porque… ¡Él es el Director!