Evangelio según San
Juan 16,29-33.
Los discípulos le dijeron a Jesús: "Por fin hablas
claro y sin parábolas.
Ahora conocemos que tú lo sabes todo y no hace falta hacerte preguntas. Por eso creemos que tú has salido de Dios".
Jesús les respondió: "¿Ahora creen?
Se acerca la hora, y ya ha llegado, en que ustedes se dispersarán cada uno por su lado, y me dejarán solo. Pero no, no estoy solo, porque el Padre está conmigo.
Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo".
Ahora conocemos que tú lo sabes todo y no hace falta hacerte preguntas. Por eso creemos que tú has salido de Dios".
Jesús les respondió: "¿Ahora creen?
Se acerca la hora, y ya ha llegado, en que ustedes se dispersarán cada uno por su lado, y me dejarán solo. Pero no, no estoy solo, porque el Padre está conmigo.
Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo".
COMENTARIO:
Vemos en este
Evangelio de san Juan, como a los discípulos les parece que el Maestro habla
claro y que ahora, a diferencia de otras ocasiones, le pueden entender sin
dificultad. Ellos, como nos ocurre muchas veces a nosotros, no han alcanzado a
comprender la realidad divina de Jesús; porque para ellos, y para ser
fieles a la Palabra, les falta la
presencia del Paráclito en su interior. Todo el ministerio del Hijo de Dios
concluirá en la Cruz y en la Resurrección; porque es allí, con su sacrificio,
donde hará posible la inhabitación del Espíritu en los hombres, al instituir su
Iglesia Santa.
Sólo entonces,
con la recepción de la Gracia, nuestra razón y nuestra voluntad serán capaces
de conocer y responder a la llamada de Dios que, de forma personal, nos hace a
cada uno de nosotros. Por eso leer, tratar y meditar la Escritura, sin tener en
cuenta la luz del Magisterio, es un error de la soberbia que puede costarnos la
vida eterna. Cristo nos insiste en que solamente liberados de nuestros pecados,
por la gracia sacramental, seremos capaces de abrir nuestros ojos a la Verdad y
nuestra alma a la Esperanza.
Pero Jesús nos
dice que seguirle, requiere de un conocimiento previo que pone en juego nuestra
voluntad. De una inquietud que nace en el alma, y que no se conforma con la
uniformidad; con lo que marca la “norma” o la mal llamada, actualidad. Que
aunque no alcancemos los “cómos” debemos confiar en los “porqués”. Que sólo
podremos llegar a admitir que el Maestro es el Hijo de Dios, si asumimos como
algo propio el Bautismo y dejamos que el Espíritu Santo nos comunique sus
dones, que nos son conferidos con su presencia. Debemos abrir nuestro corazón a
Dios y, sin reservas, unir nuestra voluntad a la suya. Debemos confiar en su
Palabra, y hacer de ella los cimientos donde se asiente nuestro existir. Debemos
sentirnos, desde lo más profundo del alma, hijos de Dios en Cristo y, por
tanto, familia cristiana. Ese es el convencimiento que nos hará profundizar en
los recuerdos y en la búsqueda de la Tradición, que nos conducirán a la Iglesia
de Nuestro Señor.
Cristo, que nos
conoce, nos insiste en que cuando lleguen esos momentos en los que por miedo,
por vergüenza o comodidad, flaqueemos en la fidelidad a su Persona o a su
mensaje, no nos escandalicemos de nosotros mismos; porque hacerlo, o intentar
justificarlo con razones sin sentido, sólo es el producto de nuestra soberbia,
que no quiere reconocer nuestra fragilidad humana. El Señor permite que eso
suceda, para enfrentarnos a lo que somos –y no a lo que creemos ser- y aceptar
que si no permanecemos a su lado, no podremos hacer nada bueno. Y sólo estaremos
a su lado realmente, no lo olvidéis, si participamos de los Sacramentos,
especialmente de la Eucaristía. Es en ese momento, al responder afirmativamente
a la vocación recibida, cuando nos hacemos uno con el Señor y formamos parte de
los planes divinos. Nos hacemos uno con el Hijo y nuestra vida ya no es sólo
nuestra, sino un proyecto de futuro que se une a la voluntad del Padre, en un
para siempre.
Jesús nos dice
que nos regala su paz: ese equilibrio espiritual, que es el don más preciado
para el hombre. Pero la paz siempre proviene y se alcanza de una lucha preliminar.
Es el fruto de esa guerra, en la que combatimos contra Satanás; y en la que nos
vencemos a nosotros mismos, superando tentaciones y madurando en la renuncia,
para adquirir la fortaleza que afianza las murallas de nuestra fe. Es esa paz
que descansa en el auxilio de la Providencia; y en la seguridad de que, si el Señor
está a nuestro lado, nada malo nos puede suceder. Nada que ponga en peligro
nuestra salvación; nada que dificulte nuestro trato con Dios y,
consecuentemente, el cariño que les debemos a nuestros hermanos.
Y en la frase
final del texto, el Maestro nos explica el término de esa gran producción, que es
la Redención: Él ha vencido al mundo. Nos desvela el sentido que ilumina y da
razón a todo el argumento. Nos descubre un final glorioso e intemporal, donde
gozaremos del Amor en todo su esplendor: sin egoísmos, sin tristezas, sin
intereses y sin fechas de caducidad. Solamente nos pide que, para lograrlo,
participemos en la trama y seamos fieles al guión establecido, porque… ¡Él es
el Director!