8 de mayo de 2015

¡Tú verás que haces!

Evangelio según San Juan 15,12-17. 


Jesús dijo a sus discípulos:
«Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros, como yo los he amado.
No hay amor más grande que dar la vida por los amigos.
Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando.
Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.
No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá.
Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.»

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Juan, Jesús nos demuestra que sólo hay una manera de amar: y es, con los hechos. Él, que nos ha amado hasta el extremo, ha dado su vida por nosotros. Ha querido, con su sacrificio sustitutivo, librarnos de la esclavitud del pecado y devolvernos la vida de la Gracia. El Señor ha estado dispuesto, por nuestro bien, a ocupar el lugar –triste y horroroso- que nos correspondía por nuestras faltas, desobediencias y errores.

  Hoy en día, que parece que amar es solamente sentir y gozar, es bueno repetir a la humanidad que el que quiere a otro, no sólo ríe y disfruta con él, sino que, para evitar el dolor al amado, es capaz de hacer lo que haga falta: sobre todo, compartir y subsanar. Y el Maestro recuerda a los suyos, que el sentido de la amistad, está regido por el amor. Ese amor puro, que no conoce otro destino ni tiene otro objetivo, que facilitar la vida a sus amigos. Esa relación afectiva, que parte de la voluntad, donde se asocian libremente los valores humanos trascendentes: como son la lealtad, la solidaridad, la incondicionalidad, el amor, la sinceridad y el compromiso.

  No somos amigos de nuestros amigos para algo, sino porque esa luz divina que brilla en nuestro interior, es capaz de querer a alguien sin esperar nada a cambio; simplemente porque sabemos descubrir en los demás, la inmensa dignidad que los hace especiales y únicos para nosotros. La amistad confía, cree y, sobre todo, da lo bueno que tiene para beneficiar a los suyos; porque sus amigos, son parte de él. Y Jesús espera que cada uno de nosotros, analice que es lo mejor que tiene en su existencia, y que lo participe a sus hermanos; y si somos coherentes con nuestro ser y nuestro sentir de cristianos, deberemos reconocer que no hay un bien mayor, que el de nuestra fe. Por eso es imposible que no demos a conocer a Dios, a todos aquellos que de verdad queremos. Eso fue lo que hizo Jesucristo con sus discípulos y con nosotros, entregarles y entregarnos lo mejor que tenía: al Padre y al Espíritu Santo. No hay un signo más evidente del amor que profesamos, que participar y compartir con nuestros amigos, a Cristo resucitado. Les damos un tesoro eterno, que iluminará su camino y responderá a sus preguntas; les entregamos el sentido de la Vida; el Amigo común que, a su lado, los confortará, los animará y si conviene, terminará con su tribulación.

  Nos dice el texto, que Dios siempre llama primero; y luego, el hombre en su libertad, le responde. No dudéis nunca de esa afirmación, porque el Padre nos ha convocado a esta vida para que, con nuestra decisión, elijamos compartirla con Él. Y nos ha preparado, desde antes de la creación, para que demos frutos de santidad. Para que propaguemos el Evangelio y allí donde estemos, mostremos al mundo la realidad divina. Es hora de que te des cuenta, que el Padre nos ha destinado a trabajar la viña: a desarrollar todo aquello que nos dio, para su Gloria.

  Ser un afamado profesional, no está reñido con tener un bienestar; pero ese no es el fin que debe buscar un buen cristiano. Jesús nos pide que, con nuestro prestigio, nuestra seriedad y nuestro buen nombre, demos testimonio de nuestra fe al mundo. Y no hay mejor manera de hacerlo, que comportándonos como corresponde a un hijo de Dios: fiel a la Iglesia y entregado a los hermanos; luchando por la justicia, y no pasando indiferente ante el sufrimiento humano. Sin ningún tipo de vergüenza ante un mundo, que ridiculiza nuestra fe; sino, más bien al contrario, mostrando que nuestro creer, es el que marca nuestro actuar. Y nuestra esperanza, es Dios.


  Tú y yo, debemos poner a Cristo en el centro de toda nuestra vida; porque como nos dice san Pablo, hagamos lo que hagamos –hasta las cosas más simples, pequeñas y naturales- deben estar impregnadas del amor divino; y deben manifestar que, ante todo, somos fieles discípulos de Jesús. Y justamente, el Maestro nos insiste en que no habrá, como no hubo entre aquellos primeros cristianos, un distintivo mayor –ni mejor- de la fe que profesamos, que el amor que nos tengamos los unos por los otros. Por eso antes de discutir, difamar, menospreciar o prejuzgar a alguien, debemos recordar que por esa persona –a la que Dios aceptó con todas sus miserias- el Señor entregó hasta la última gota de su Sangre ¡Tú verás que haces!