23 de julio de 2014

¡Demos testimonio de ello!



 Evangelio según san Juan 15, 1-8

«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos».

COMENTARIO:

  Lo primero que observamos en este Evangelio de Juan, es la imagen de la vid que utiliza Jesús para hacer un paralelismo entre el antiguo pueblo de Israel, y el nuevo: la Iglesia. La viña, siempre fue esa figura que los profetas utilizaron para condensar, de forma pedagógica, el dolor del Señor y su desencanto ante la falta de frutos y de justicia de los judíos. Ahora el Maestro, utilizará el símil de los sarmientos para, casi de forma literal, explicarnos cómo se va a realizar esa inserción en Jesús que nos unirá a la cepa, y nos permitirá producir una gran cosecha.

  Cierto es que ser Iglesia, es en parte pertenecer a una comunidad; pero ser Iglesia es muchísimo más que eso: es, a través de los Sacramentos instituidos por Cristo, recibir la sabia vivificante de Nuestro Señor –la Gracia- que nos capacitará para ser hijos de Dios en el Hijo. Somos regenerados en el Espíritu Santo, que nos infunde sus dones y nos inunda de esa vida nueva que, fundada en el amor, no caduca nunca. Por eso, si perseveramos unidos a Dios, y somos fieles a sus mandamientos, la muerte sólo será ese paso que hará definitiva, total y gloriosa, una situación que hemos decidido –libremente- compartir con el Señor, aquí en la tierra.

  El sentido del cristiano no es otro, que dar buenos frutos de apostolado; porque todo el amor que inunda nuestro corazón, si no estamos en pecado, debe ser plasmado y manifestado en obras de misericordia hacia nuestros hermanos. Y no hay mejor regalo, que aquel que no puede destruir la polilla: la fe. Ahora bien, no pequemos de soberbia y lleguemos a pensar que ser de provecho para nuestro prójimo, ayudándolo, es una cuestión estrictamente personal. Ya que, como nos dice el Señor en este pasaje, solamente seremos fecundos en la transmisión de la Palabra, si permitimos que Dios actúe a través nuestro. Si tenemos una unión vital con Jesucristo. Y no hay otra manera de compartir esa sabia divina, que fluye y hace fluir nuestro fervor interior, que participar de los Sacramentos de la Iglesia. Es allí, y sólo allí –nos guste o no- donde Cristo ha querido transmitir su salvación y dejarnos su presencia.

  Jesús nos recuerda, y lo hace de una forma muy gráfica para que no nos queden dudas, que ese tiempo meritorio que se nos da –y que es nuestra vida- para decidir si queremos unirnos a Dios , o bien erigirnos en nuestros propios soberanos, tiene un fin y un instante donde deberemos rendir cuentas de nuestro ser y nuestro actuar. Porque el hombre se trasciende con sus actos, que le perfeccionan en el ser; por eso se hace ordenado, ordenando; y laborioso, trabajando. Es decir, el ser humano se desarrolla como tal, cuando es capaz de generar virtudes, repitiendo actos buenos. Y esa actitud, que por ser hecha con conocimiento y voluntad, es libre, deberá dar explicaciones al Sumo Hacedor. Haber dado la espalda a Cristo, renegando de su amor y olvidando su sacrificio –menospreciándolo- conllevará, como nos avisa Jesús, la consecuencia de perder la vida eterna al lado de Dios. Y si Dios es Amor –que lo es-, y es la Belleza, el Orden, la Paz, el Bien… en fin, toda la Perfección, está claro que no estar junto a Él equivaldrá a padecer la carencia de lo que comporta la Excelencia. Es decir: el odio, el mal, la envidia, el rencor, la violencia… Es, el Infierno.

¡Nos jugamos tanto con nuestras decisiones! Y pensamos tan poco en  ello. Jesús nos llama, desde el Evangelio, a aprovechar este tiempo que tenemos y que desconocemos cuál es. Tal vez esta noche, algunos de nosotros ya no estaremos aquí. Hagamos un buen examen de conciencia antes de cerrar nuestros ojos y, arrepentidos, asistamos a la Confesión; comprometiéndonos con el Señor y recibiéndolo en la Eucaristía. Somos sarmientos unidos a la vid y formamos una viña divina: la Iglesia. ¡Demos testimonio de ello!