9 de julio de 2014

¡La misión es urgente!



Evangelio según San Mateo 10,1-7.


Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia.
Los nombres de los doce Apóstoles son: en primer lugar, Simón, de sobrenombre Pedro, y su hermano Andrés; luego, Santiago, hijo de Zebedeo, y su hermano Juan;
Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo;
Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó.
A estos Doce, Jesús los envió con las siguientes instrucciones: "No vayan a regiones paganas, ni entren en ninguna ciudad de los samaritanos.
Vayan, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel.
Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo nos muestra la elección, por parte de Jesús, de aquellos doce discípulos suyos que el Señor ha decidido convertir en los pilares de ese Nuevo Pueblo de Dios, que va a inaugurar: la Iglesia. Los escogió en su puesto de trabajo, en su día a día. Al que era pescador, lo buscó mientras cosía sus redes; al publicano, mientras cobraba impuestos; y al que labraba la tierra, mientras tenía las manos sobre el arado. No forzó a ninguno a seguirle y, a pesar de conocer sus debilidades y limitaciones, supo ver en su interior lo que estaba oculto a los ojos de los demás: la riqueza de sus corazones. Más esa capacidad de amar a Dios y el deseo de seguir a Jesús, no les librarán, si no luchan, de las múltiples tentaciones; por eso Judas, en su libertad, traicionará al Maestro y lo entregará. Gran ejemplo para cada uno de nosotros que, por el hecho de creer, confiamos en nuestras únicas fuerzas y descuidamos la práctica sacramental. Porque solamente reconociendo nuestra pequeñez, seremos capaces de recurrir a Jesús y en Él, ser fieles a nuestra vocación.

  Por eso el Señor, en cuanto los designó para cumplir con esa altísima misión, los instruyó en su Palabra y les dio los poderes necesarios para suceder y sustituir a aquellos doce patriarcas de las doce tribus de Israel, que fueron el germen y la imagen de esa realidad que toma Cuerpo en Jesucristo. Los Apóstoles serán, a partir de ahora, los enviados por el Hijo de Dios para continuar su obra a través de los siglos, como Iglesia. Y les dio su potestad y les prometió su asistencia hasta el fin de los tiempos; porque lo que van a realizar es la misma labor de Cristo: predicar la cercanía del Reino de Dios y transmitir la salvación a todos los hombres, a través de los Sacramentos instituidos para ello, por Nuestro Señor.

  Evidentemente, Jesús ha puesto esta tarea divina en manos de los hombres, conociendo perfectamente nuestras debilidades y nuestras traiciones; pero sólo así, observando en el tiempo la inmensidad de los frutos conseguidos, seremos capaces de darnos cuenta de que en esa Barca de Pedro se encuentra Dios. Sería imposible resistir, con nuestras solas fuerzas, los embates de las olas que intentan hundir la nave. El Maestro nos dice, a cada uno de nosotros, que estando a su lado será posible, a pesar de todo, cumplir fielmente su voluntad; y sólo nos pide que confiemos en Él, y descansemos en su Persona.

  Vemos en el texto, cómo los Apóstoles son enviados “primero a las ovejas perdidas, de la casa de Israel”, cumpliendo el designio divino de la salvación; según el cual nacería de su pueblo –según la carne- el Mesías. Por eso el Reino debía ser anunciado, primeramente, a todos aquellos que habían sido el medio para que todas las demás naciones se encontraran de nuevo con el Señor. Esa Iglesia naciente, con miras de eternidad, es el cumplimiento de las promesas que se hicieron en la Alianza, al pueblo de Israel. No podemos olvidar que esos apóstoles, las mujeres, los discípulos y el propio Cristo, son y pertenecen al pueblo judío. Por eso Dios cumple lo anunciado por sus profetas y se revela en el Verbo encarnado, entre los miembros de su linaje. Lo que ocurre es que parte de él, no ha querido reconocerlo; y por ello, esa Nueva Alianza ya no será según la carne, sino según el Espíritu que convoca, en la Sangre del Señor, a un Nuevo Pueblo que está formado por todos los seres humanos: judíos y gentiles. Cumpliéndose así la promesa que hizo Dios a Abraham, de que los miembros de su pueblo serían tantos, que no podrían contarse como las estrellas del Cielo. Y lo único que se precisa para formar parte, es abrir el corazón al amor de Dios, en un acto rendido de fe.

  El Maestro indica con sus palabras: “El Reino de Dios está cerca” que la misión que nos ha encomendado como miembros de su Iglesia, es urgente; que no tenemos tiempo que perder, ni excusas que inventar. Que no debemos preocuparnos por las cosas de este mundo, porque esta actitud interior nos quita la paz; y todo los que nos quita ese sosiego del alma, no viene de Dios. Que el Padre se encargará de proveer lo que necesitamos, si nosotros descansamos en su Providencia.

  Jesús nos ha ido a buscar, como a aquellos primeros, en la cotidianidad  de nuestras vidas. Y nos ha hecho Iglesia, en medio del mundo, para que llevemos esa alegría cristiana –que Cristo nos da- a todos los lugares y entornos, donde solemos estar. Muchos de los Apóstoles siguieron ejerciendo su trabajo habitual, porque ser hijo de Dios en Cristo no quiere decir hacer cosas fuera de lo normal, sino convertir, por amor a Dios, lo normal en sobrenatural. Es tan sencillo como hacer –como decía san Josemaría- endecasílabos de la prosa diaria. Hagamos de nuestro día a día, el camino de salvación para nosotros y para nuestros hermanos; con nuestro ejemplo y nuestras palabras. ¡Seamos Iglesia!