14 de julio de 2014

¡No seamos cicateros en el amor!



Evangelio según San Mateo 10,34-42.11,1.


Jesús dijo a sus apóstoles:
"No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada.
Porque he venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre y a la nuera con su suegra;
y así, el hombre tendrá como enemigos a los de su propia casa.
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió.
El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo.
Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa".
Cuando Jesús terminó de dar estas instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí, para enseñar y predicar en las ciudades de la región.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo, es como un compendio de todas las advertencias que Jesús ha venido haciéndonos en textos anteriores. Parece un contrasentido que ahora el Señor nos hable de guerra, cuando su presencia nos inunda de paz; pero es que el Maestro quiere que comprendamos que ser fiel a su Nombre y su Palabra, viviendo la fe con la radicalidad debida, será siempre, como lo fue para Él, un signo de contradicción. No es nada nuevo, y desde que el mundo es mundo se repite la misma consigna diabólica, que hay una obsesión por terminar con el sentido absoluto de la Verdad, relativizándola; porque en el fondo, aquellos que la niegan, saben que la Verdad es Dios. La doctrina cristiana sigue siendo ese mensaje incómodo que hay que mirar de erradicar, cueste lo que cueste. Por eso nos toca a cada uno de nosotros, expresar en libertad nuestras creencias y, por ello, cumplir sin dilación nuestros compromisos; y uno ineludible es manifestar a los que amamos el peligro que entraña para el alma, vivir de espaldas al Señor. Y eso, queridos, nos traerá inevitablemente, la confrontación con los que no están dispuestos a replantearse sus vidas y prefieren seguir en la ignorancia pensando que, tal vez y por si acaso, eso les exima de culpa.

  Recordad que ayudar a los demás a que encuentren a Jesús, debe surgir de un deseo que comienza y termina en el amor. En ese amor que pone en el núcleo central de su vida a Dios y, por Él y con Él, a los que nos rodean. Porque sólo al lado del Señor aprendemos a renunciar a nosotros mismos, para que los demás encuentren la felicidad. Solamente al lado de Cristo somos capaces de poner nuestros pies y nuestras manos, para que sean taladrados, si así podemos minimizar el dolor y el sufrimiento de aquellos a los que amamos. Y esa experiencia no es heroica, sino normal y habitual en esa paternidad o maternidad, que es el fiel reflejo de la imagen trinitaria en el hombre. Ese amor de comunión en la pareja que da, como fruto inseparable, los hijos que conforman la familia. Hemos aprendido a querer, porque primero hemos sido queridos por el Padre; y, por eso, lo consideramos el centro de nuestro ser y nuestro existir.

  Sólo mirando la Cruz, aprendemos a vivir desprendidos y dispuestos, identificándonos con el Maestro, que no quiere que nos guardemos nada para nosotros. Espera que abramos las puertas de nuestro corazón a los demás, aunque a veces nos equivoquemos y nos hagan daño. Desea que en las cuestiones del querer, no seamos precavidos ni cicateros; porque no os olvidéis que, como dice san Juan, seremos juzgados por el Amor en el amor que hemos sabido repartir a nuestro alrededor. Refería san Josemaría, que el horror que vive hoy el mundo es debido a una profunda crisis de santos. Y creedme que es cierto, porque como siempre os digo, solamente aquellos que tengan a Dios en su corazón serán capaces de cambiar este mundo para bien y elaborar leyes justas. Leyes que no surgen de la demagogia, del ansia de poder, de las ideologías materialistas y peligrosas, sino de la fuerza divina que nos insta a cambiar, para cuidar, proteger y compartir el tesoro más grande que existe y por el que el propio Dios se encarnó para salvarnos: la persona humana.