Evangelio según San Mateo 13,44-52.
Jesús dijo a
la multitud:
"El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró." El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron. Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo".
COMENTARIO:
Este
Evangelio de Mateo, nos presenta unas parábolas que Jesús expone a aquellos
que le escuchan, donde nos indica el valor supremo del Reino de los Cielos. Y
la actitud, que tiene que presentar el hombre, para ser capaz de alcanzarlo.
El Señor nos habla de un tesoro, porque parece que toda nuestra vida estamos
a la espera de alcanzar alguno; siendo, de una forma alegórica, esa
abundancia de bienes que todos estamos
empeñados en obtener.
Siempre ha
habido, en todas las épocas y lugares, buscadores de esa fortuna que puede
conseguirnos seguridad, bienestar y, como muchos creen, felicidad. Ahora, en
nuestros días, probamos suerte con los juegos de azar y ponemos la esperanza
en ese número infinito de posibilidades; pensando que, tal vez, nos facilite
alcanzar unos sueños que son, prácticamente inalcanzables.
Por eso
Jesús nos habla al corazón, de ese verdadero valor que se presenta ante
nosotros, y que sólo requiere de la fe para ser conocido. Se pronuncia sobre
su Persona; sobre el encuentro más importante que puede tener y obtener el
ser humano, en todo su existir: Dios mismo. Ese es el tesoro inmenso que
responde a todas las preguntas y da sentido a todas las cuestiones. Él es la
luz que ilumina la oscuridad de nuestro mundo y nos infunde la fuerza para
ser capaces de cambiarlo.
Pero seguir
al Maestro requiere el esfuerzo de “comprar el campo”. De renunciar a muchas
cosas para mantener su presencia entre nosotros: a nuestro egoísmo, a nuestro
orgullo, a nuestra maledicencia…a la tentación. Nos exige que pongamos por
obras el amor que profesamos con los labios, y que hagamos del bien que le
debemos a nuestros hermanos, el núcleo de nuestro interés. Porque solamente
amando, conseguiremos alcanzar la dicha y el bienestar soñado.
Jesús nos
hace también la comparación de su Reino, a una hermosa perla que un
comerciante por fin encuentra. Pero ese encuentro ha requerido búsqueda;
advirtiéndonos el Señor de la necesidad de estar y tener una actitud que
surja de nuestro interior, en la que la vida se sostiene en el deseo de
hallar el Bien y la Belleza, que se encierra en la perfección divina. El
Maestro requiere nuestra generosidad, que es capaz de dejarlo todo por amor a
su Nombre. Esa intención, íntima y personal, que nos mueve a confiar en su
Providencia y descansar en su Voluntad. Porque estamos seguros que esa forma
de entender la vida, que no es falta de ocupación sino de preocupación, nos
dará la alegría cristiana; tan característica de todos los hermanos, que nos
han precedido en el camino de la fe y de la gloria.
Pero Jesús
vuelve a recordarnos, como ya lo hizo en la parábola de la cizaña, con la
imagen de la red barredera, que el Reino de los Cielos convoca a todos los
hombres –a través de la Iglesia-; aunque algunos, no se muestren dignos de
tan altísima dignidad. Y nos advierte de que, al final, serán los ángeles los
que separen a los buenos de los malos. Es otra forma de decirnos, que muchos
serán los llamados y muy pocos los elegidos; no porque el Señor no quiera,
sino porque nosotros no estamos dispuestos a abrirle nuestro corazón. Si nos
fijamos, todos estos días el Maestro repite, con dolor e insistencia, que
esta vida es tiempo de merecer; de demostrar con hechos lo que transmitimos
con nuestras palabras. Y que llegará un momento, que sólo Dios conoce, en el
que ya no habrán más posibilidades ni de aciertos ni de errores; y entonces
no podemos culpar al Señor de nuestro destino, porque fuimos nosotros –con
nuestra libertad- los que lo escogimos.
El Hijo de
Dios nos reclama, por el Bautismo, para ser los escribas del Nuevo Israel.
Para evangelizar al mundo –como Iglesia- comprendiendo que las cosas
antiguas, como la Ley de Moisés, ha dado paso a la Nueva Ley, enseñada por Cristo
y guardada en el depósito de la fe. El Evangelio es siempre actual y vigente,
porque es la Palabra de Dios que es intemporal y eterna, donde se cumplen las
promesas reveladas del Antiguo Testamento. Esa debe ser nuestra prioridad,
porque nos lo pide Jesucristo: proclamar al mundo su mensaje y, junto a Él, hacerlo vida.
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