Evangelio según San Mateo 11,25-27.
Jesús
dijo:
"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar."
"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar."
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Mateo nos transmite una bella oración de Jesús, donde se dirige al Padre y
le agradece que hay iluminado los corazones de aquella gente humilde, que ha
aceptado la Palabra y ha podido descubrir, en su Humanidad Santísima, la
encarnación del Verbo divino. Esas personas sencillas, que no ponen su
seguridad en su sabiduría –no porque no la tengan- sino en la Providencia; ya
que solamente el descubrimiento y la aceptación de nuestra fragilidad, será lo
que nos permitirá descansar en la Gracia y poner en el Señor nuestras
esperanzas. Esa confianza humana, que es una especie de motor que hace moverse
al presente con la ilusión del futuro; y que, trascendida con la luz del
Espíritu, es esperanza en el Cielo y en la ayuda de Dios.
El mensaje
cristiano, como le sucedió al propio Cristo, ha sido perseguido y ridiculizado
por aquellos soberbios que, llenos de sí mismos, han sido incapaces de dejar en
su corazón, un lugar para el Señor. Eran aquellos que, seguros de sus propias
fuerzas y creyéndose en el conocimiento de la verdad, dieron la espalda a la
Verdad: Jesucristo. Los primeros discípulos, tuvieron que sufrir la arrogancia
gnóstica, que mezclaba el cristianismo con el platonismo y con muchas fantasías
religiosas. Lo triste es que, con diferentes denominaciones, han seguido
apareciendo a lo largo de la historia para hacer sucumbir a los hombres, y
apartarlos de la verdadera doctrina evangélica. Recordemos y pongamos como
ejemplo de uno de ellos, los movimientos New Age, sobre los que el Magisterio
nos ha advertido de su peligro.
En otras
épocas, sobre todo en el medioveo, se encontraron visionarios que pensaban
ideologías futuras; y en la época moderna, surgieron las ideologías
materialistas –sobre todo las nacional socialistas (los nazis) y los marxistas-
que nos prometieron el cielo en la tierra. Todos creían conocer las leyes que
mueven la historia y que contribuyen a una sociedad perfecta. Les parecía, y
les sigue pareciendo, todo tan fácil y maravilloso que, para alcanzar el fin
preciso, utilizaron todos los medios; y no se pararon ante nada para
conseguirlo. Los hechos, como bien sabéis, aunque parece que a veces lo
olvidamos, han demostrado el error que cometieron y, sobre todo, la
equivocación más brutal que ha sido denominador común en todos ellos: la
soberbia de pensar que podían construir algo, verdaderamente bueno, excluyendo
a Dios del mundo y del interior de los hombres.
Cada minuto de
nuestro tiempo, ha demostrado esas palabras que Jesús pronunció en su
Evangelio: la Felicidad del ser humano y por tanto, de la sociedad que
conforma, radica en permitir y aceptar que el Señor rija nuestras vidas. Porque
hacerlo, es abrir nuestro interior al amor divino y asumir la responsabilidad
de cuidar de nuestros hermanos. El Señor con su sí, expresa su adhesión al
querer del Padre y nos insta a seguir su ejemplo y descansar en su Voluntad;
aceptando el mensaje de Cristo, como Palabra hecha Carne, que nos transmite y
nos llama a identificarnos, mediante los Sacramentos, con el Hijo de Dios. Los
cristianos estamos llamados a ser ciudadanos del mundo, para poner al Señor en
la cúspide de todas nuestras acciones y aspiraciones; sembrando la justicia y
la caridad, como núcleo central de nuestra vida. Y eso no tiene una
definición política, sino la responsabilidad del hombre creyente que quiere
cumplir la voluntad de Dios.