2 de julio de 2014

¡Las cosas perecederas!



Evangelio según San Mateo 8,28-34.


Cuando Jesús llegó a la otra orilla, a la región de los gadarenos, fueron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros. Eran tan feroces, que nadie podía pasar por ese camino.
Y comenzaron a gritar: "¿Que quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?"
A cierta distancia había una gran piara de cerdos paciendo.
Los demonios suplicaron a Jesús: "Si vas a expulsarnos, envíanos a esa piara".
El les dijo: "Vayan". Ellos salieron y entraron en los cerdos: estos se precipitaron al mar desde lo alto del acantilado, y se ahogaron.
Los cuidadores huyeron y fueron a la ciudad para llevar la noticia de todo lo que había sucedido con los endemoniados.
Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verlo, le rogaron que se fuera de su territorio.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo, observamos como Jesús llega a la tierra de Gadara, a unos 20 Kms del lago; y era  éste un lugar, que estaba habitado por paganos. Vemos como su predicación, su amor y el deseo profundo de liberar a los hombres del mal, no entiende de raza, de color ni de condición social; porque Él ha venido para entregar su vida por todos.

  Lo primero que se encuentra al llegar allí, es a unos endemoniados que salen a su encuentro; cómo si el Maestro quisiera mostrarnos que, lejos del amor y el conocimiento de Dios, es mucho más fácil que reine el Maligno en nuestro corazón. Nos dice el escritor sagrado, que estos endemoniados “surgieron de entre las tumbas”, donde habitan los muertos; porque, en realidad, no vivir en el Señor, es haber renunciado a la verdadera Vida: es morir a la esperanza y a la alegría, compartiendo en nuestro interior ese sentimiento de envidia, rabia y violencia, tan propios de aquellos que comparten su intimidad con el Padre de la Mentira.

  Los demonios se dirigen a Jesús con una frase,  que deja patente esa concepción de la época en la que se creía que a los diablos se les había concedido un tiempo, antes de la victoria final de Dios. Muchas veces el propio Maestro, se dirigirá a Satanás, como al Príncipe de este mundo; porque es aquí, y sólo aquí, en el tiempo que el hombre tiene para decidir y realizar sus actos meritorios, donde Lucifer puede tentarnos e intentar perdernos para Dios. Al realizar este exorcismo, Jesús nos enseña una realidad que ha nos comunicado constantemente con sus palabras: que al final, Satán será vencido y prevalecerá, pese a quien pese, la Gloria del Señor.

  Y es entonces, cuando ocurre un hecho que, desgraciadamente, es el denominador común en la vida de los hombres y la causa más frecuente de que las personas se alejen de Dios: la coherencia entre la forma de vivir y la exigencia de la fe. Seguir a Cristo significa muchas veces, tener que renunciar a los bienes materiales; no porque estos sean malos intrínsecamente, sino porque conseguirlos puede obligarnos a trasgredir la Ley de Dios. Encontrarnos con el Señor nos exigirá, subordinar los planes personales a los divinos y estar dispuestos a acomodarnos a los deseos de Jesús, aunque estos repercutan en nuestra situación laboral, personal o económica.

  Nos obligará a renunciar a lo que queremos, por lo que en realidad nos conviene; ya que solamente Dios conoce aquello que nos es suficiente y necesario, para alcanzar la salvación. Y es esta, y no otra, la finalidad que siempre debe mover al hombre en su ser y su actuar. Son las actitudes egoístas y materialistas, en las que vivimos como si no existiera un mañana, las que cierran el horizonte a los goces eternos y nos ponen en el peligro de expulsar a Jesús de nuestras vidas. Cuando ocurra esto, que puede pasarnos a todos, recordar que en el fondo estamos hablando de cosas perecederas; que estamos identificándonos con aquellos hombres del Evangelio, que le pidieron al Maestro que se alejara de ellos y abandonara su región, por una piara de cerdos. Pensad, hermanos míos, si esto vale la pena.