7 de julio de 2014

¡La oración de súplica!



Evangelio según San Mateo 9,18-26.


Mientras Jesús les estaba diciendo estas cosas, se presentó un alto jefe y, postrándose ante él, le dijo: "Señor, mi hija acaba de morir, pero ven a imponerle tu mano y vivirá".
Jesús se levantó y lo siguió con sus discípulos.
Entonces se le acercó por detrás una mujer que padecía de hemorragias desde hacía doce años, y le tocó los flecos de su manto,
pensando: "Con sólo tocar su manto, quedaré curada".
Jesús se dio vuelta, y al verla, le dijo: "Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado". Y desde ese instante la mujer quedó curada.
Al llegar a la casa del jefe, Jesús vio a los que tocaban música fúnebre y a la gente que gritaba, y dijo:
"Retírense, la niña no está muerta, sino que duerme". Y se reían de él.
Cuando hicieron salir a la gente, él entró, la tomó de la mano, y ella se levantó.
Y esta noticia se divulgó por aquella región.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo, presenta dos milagros maravillosos de Jesús que manifiestan lo que tantas, y tantas veces, el Maestro ha repetido a todos aquellos que le escuchaban: que nada hay imposible, para el que cree.

  Cristo es el Hijo de Dios, el Mesías prometido; y cada hecho sobrenatural que realiza, reafirma las palabras en las que nos descubre su realidad divina. Pero ese Jesús, que morirá solo y abandonado en una cruz, quiere que antes de recibir sus dones, le confesemos desde el fondo del corazón; y, aceptándolo, le hagamos el centro de nuestra vida. No sólo quiere dar; sino que, estando dispuesto  a repartir su Gracia salvadora, espera que los hombres estén preparados para ir a su encuentro y en condición de recibirla. Y la única premisa que nos pone para que alcancemos aquello que le pedimos, es que tengamos fe.

  Este texto, que no puede dejar indiferente a nadie que lo lea, porque su mensaje abre al hombre una luz de esperanza, nos habla  –no sólo de la majestad del Señor- sino de la eficacia de la oración de súplica. Aquella mujer, enferma de hemorrosía, está tan convencida de que Aquel Hombre alto, fuerte, atractivo, tierno, amable, convincente –que en cada palabra siembra una semilla de alegría en su interior- es el Cristo esperado, que alarga su mano para rozarle, porque está segura de que con ello, sanará de su dolencia y recuperará la salud. Ella vence todos los obstáculos para acercarse a su Señor, y consigue lo que parecía imposible: que se curara en un momento, lo que en doce años la ciencia humana no pudo curar; a pesar de haber depositado su confianza y su dinero en ella.

  Cristo no niega su Gracia, a quien se la pide convencido de que la tiene. Imaginaos lo que puede suceder con nosotros, que recibimos a Jesús en la Eucaristía y compartimos con y en Él, nuestra vida corporal y espiritual. Si en esos momentos de intimidad profunda, donde el Señor está literalmente en nosotros, somos capaces de exponerle nuestras preocupaciones, miedos, debilidades y calamidades, estad convencidos de que, sin ninguna duda, aliviará y curará nuestras heridas para que, unidos a Él, alcancemos el camino de la Redención.

  Y pensar que el caso de este hombre relevante de la ciudad, que se humilla ante el Señor para pedirle abiertamente su intervención ante la muerte de su hija, no es menos edificante. Cuántas veces los hombres hemos hablado, criticado, negado, e ignorado a ese Dios con nuestras palabras y nuestras acciones; pero cuando nos ha ocurrido algo que se escapa, no sólo a nuestro control, sino al dominio de cualquiera, es cuando sin darnos cuenta, volvemos los ojos  a Él y, por si acaso, le pedimos auxilio. Es en ese momento cuando, como hizo aquel jefe de los judíos, hay que reconocer nuestra pequeñez y admitir que todo está en las “manos” del Sumo Hacedor. Porque nuestro Dios es el Señor de la Vida y de la muerte; El que tiene el dominio del ayer, del hoy y del mañana.

  Aquel hombre recordó las maravillas que Dios hizo a su pueblo, cuando venció las aguas del diluvio, multiplicó la descendencia de los que eran estériles, calmó las olas, alimentó desde el cielo a los hombres, derribó murallas, extinguió las llamas del fuego y cerró la boca de los leones. Y admitiendo la divinidad de Aquel que tenía enfrente suyo, porque lo reconocía como el Hijo de Dios, le requirió desde la fe más grande, el milagro más grande: que devolviera la vida a su hija. Sabía que Jesús había resucitado a Lázaro, y ahora creía; creía con toda la intensidad de su corazón que nada ni nadie se le resistiría a Cristo, Nuestro Señor.

  No es tarde para nosotros, porque todavía tenemos vida; y esa vida es para elegir y merecer. No pongas tu confianza en aquellos que traicionan, sino ponla en Aquel que no falla nunca y que nos ama tanto, que se dejó crucificar por ti y por mí; descansa en el Único que lo dio todo para que alcanzáramos la verdadera Felicidad.