12 de mayo de 2014

¡Reconozcamos su voz!



Evangelio según San Juan 10,11-18.

Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas.
El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa.
Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas.
Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí
-como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre- y doy mi vida por las ovejas.
Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor.
El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla.
Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan, el Señor deja claro que los hombres alcanzamos la salvación por la fe en su Persona, y por medio de su Gracia. Jesucristo es la puerta por la que entraremos a la vida eterna y, solamente buscándolo, conociéndolo, escuchándolo, aceptándolo y amándolo con todo nuestro ser, podremos hacernos uno con Él –a través del Bautismo- y recibir en nuestro ser la fuerza del Espíritu, que nos permitirá ser files a su doctrina y llevar a cabo nuestra vocación.

  No estamos solos en el mundo, ni somos el producto de un azar genético sin sentido, que busca sobrevivir: somos el fruto del querer de Dios que, desde antes de la creación, nos amó, nos pensó y nos dio la vida. Cada uno de nosotros tiene un nombre, por el que nos llama el Buen Pastor; y cada uno tiene un camino –distinto para todos- por donde alcanzar el redil, que es la salvación. Cristo nos amó tanto y cuidó tanto de nosotros – de los que pertenecemos a su Pueblo, y de los que están llamados a pertenecer- que quiso quedarse pastoreando su grey, a través de los Sacramentos, en su Iglesia.

  Nos dice Jesús que tengamos cuidado con las voces extrañas que desearán apartarnos del verdadero camino; y con aquellos lobos que siempre vendrán disfrazados con piel de cordero, porque para todos ellos su única finalidad es perdernos. Nos advierte que llegado este momento, debemos saber reconocer su voz; y eso sólo se consigue si primero la hemos escuchado con asiduidad, en el Magisterio de la Iglesia. Si hemos vivido con y de la Palabra de Dios; si hemos participado de su Vida y compartido sus Sacramentos. Pero esas palabras del Señor resuenan también en todos aquellos que ejercen, dentro de la Iglesia, el oficio de ser pastores de Cristo; estimulándolos al servicio de los demás y haciéndose una sola cosa con Jesús, por la caridad.

  Nuestro Señor es la puerta de la Iglesia, la única, por donde todos entramos al redil.  Por cada uno de nosotros, los que eran del Pueblo de Israel y los que no, dio el Maestro hasta la última gota de su sangre. Porque Nuestro Dios ha querido dejarnos un lugar seguro donde estar protegidos y descansar a su lado; un sitio donde compartir con Él nuestro tiempo: el pasado, el presente y el futuro. Ese espacio donde participamos en la Eucaristía, de la entrega amorosa del Hijo de Dios; y donde escuchamos la Palabra divina que, segura, nos conduce a la Patria celestial. Sí, el Verbo encarnado se entregó y nos entregó su Iglesia, para que estuviéramos a salvo de todos aquellos lobos que intentarán perder nuestra alma y arrastrarnos a la condenación eterna.

  Por amor, y sólo por amor, el Señor fundó ese redil donde entramos en el aprisco, por la aceptación de su Nombre. Ninguno de nosotros, si no recibe la Gracia de sus Sacramentos, es capaz de vivir con fidelidad su compromiso cristiano. Y ese es el motivo principal por el que todos aquellos que son seguidores del diablo y viven en pecado mortal, intentarán separarnos de nuestro camino y con sus voces, acallar la suave llamada de Dios a nuestro corazón; ya que en ella nos indica el sendero seguro que nos conduce a la salvación.

  Todos los bautizados tenemos en el alma ese sello impreso a fuego divino, que nos  identifica como hijos de Dios en Cristo y miembros, por ello, de su Iglesia Santa. No desfallezcamos en ese ser, en ese sentir, en ese pertenecer; sino que, muy al contrario, demos testimonio ante el mundo del reconocimiento de esa Voz que nos llama a su redil, para siempre.