22 de octubre de 2014

¡Yo ya lo hice ayer!



Evangelio según San Lucas 12,39-48.


Jesús dijo a sus discípulos: "Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa.
Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada".
Pedro preguntó entonces: "Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?".
El Señor le dijo: "¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno?
¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentre ocupado en este trabajo!
Les aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes.
Pero si este servidor piensa: 'Mi señor tardará en llegar', y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse,
su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles.
El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo.
Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más."

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, es una clara continuación del mensaje del Señor, sobre la necesidad de estar vigilantes. Ya que hacerlo, no es solamente una cuestión de precaución, sino la seguridad de que, en algún momento que desconocemos, Jesús llegará a buscarnos. Ya que, nos pongamos como nos pongamos, no hay nada tan seguro para el hombre, como la muerte; y es ese el momento, en el que deberemos rendir cuentas del balance de nuestra vida, al Hijo de Dios.

  Por eso, ese recuento de nuestro día – que es el examen de conciencia-  debe ser una práctica constante que nos permita reconocer nuestros errores y nuestras desobediencias, pedir perdón y corregirlos. Porque la vida de un cristiano, como os recuerdo siempre, es un comenzar y recomenzar; un caer y levantarse; ya que la naturaleza humana es común a todos los hombres, pero la Gracia divina sólo está a disposición de aquellos que quieran adquirirla, a través de los Sacramentos.

  Si el Señor no contara con lo poca cosa que somos, no hubiera instituido la Penitencia. Hacerlo ha sido un acto de amor y comprensión, donde lo único que nos pide es que humillemos el orgullo y con dolor de corazón, por haberle ofendido, prometamos –con su fuerza divina, transmitida en la confesión sacramental- no volver a pecar más. Debemos sentir esa aflicción punzante en el corazón, del que siente no haber sido capaz de responder al amor incondicional de Dios, con su sacrificio y su renuncia al propio “yo”. Esa es la contrición que se duele y prepara nuestra alma para la llegada de Jesús. Para ese encuentro definitivo, donde seremos juzgados en el amor que pusimos en nuestros actos, en los proyectos y, sobre todo, en nuestras intenciones.

  El Señor le confiesa a Pedro que, a pesar de que Él habla para todos, esa parábola deja al descubierto la cuestión del compromiso mayor que tienen todos aquellos que desempeñan algún cargo de gestión, dirección o potestad, dentro de la comunidad. Porque, aunque a todos se nos pide la santidad, y ésta consiste en unir nuestra voluntad a la de Dios, aceptando todas las cosas como venidas de su mano, luchando por alcanzar la perfección divina a la que hemos sido llamados, y propagando el mensaje de Cristo a todos los lugares, en todos los momentos y en cualquier situación, todos hemos recibido dones distintos de los que deberemos responder ante el Sumo Hacedor. Queda claro, ante esas palabras, que aunque el mundo aprecie un cargo de poder, como algo útil para conseguir prebendas, el Maestro nos repite continuamente que en su Iglesia, el que más cometidos adquiera, más deberá estar al servicio de sus hermanos.

  Es entonces, cuando Cristo aprovecha para hacernos conocer que el premio, como el castigo, no será igual para todos, sino proporcional al amor entregado, al dolor infringido, y a la responsabilidad correspondiente. Y el Señor no habla de una reprimenda, sino de unos azotes; de ese sufrimiento –que desconocemos- pero que será equitativo al que hemos causado a nuestros hermanos. Que Él es un Dios inmensamente bueno pero, a la vez, inmensamente justo; y por ello, deberá dar a cada uno lo que le corresponde. Porque seremos nosotros, con nuestras decisiones, los que decidamos alcanzar la Vida eterna, o perderla y morir para siempre. Todos nosotros tenemos una obligación, no sólo para salvarnos a nosotros mismos, sino para acercar a todos aquellos que caminan con nosotros, a Dios; y Dios nos pedirá cuentas, como decía la Madre Teresa de Calcuta, de los hermanos que nos puso al lado.

  Para finalizar, el Maestro deja claro que lo que da valor a nuestros actos y los hace meritorios de premio o castigo, es la intencionalidad –que siempre es fruto de la libertad- con la que los realizamos. Ese es el motivo de que dos malas acciones que parecen iguales, no tengan nada que ver; ya que una puede ser causa de un error, y la otra la culminación de un plan maquiavélico. Como siempre, la verdad de los hechos sólo reside en las conciencias de las personas; y es allí donde nos encontramos con Dios, y no podemos engañarlo. Por eso, solamente será el Señor el que juzgará –y así debe ser- el corazón de los hombres, cuando ya las apariencias no tengan ningún sentido. Pon en orden tu vida y, sobre todo, límpiala de malos instintos. No lo dejes para mañana ¡Yo ya lo hice ayer!.