Evangelio según San Lucas 11,15-26.
Habiendo Jesús
expulsado un demonio, algunos de entre la muchedumbre decían: "Este
expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los
demonios".
Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo. Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: "Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casas caen una sobre otra. Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque -como ustedes dicen- yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul. Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces. Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes. Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras, pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: 'Volveré a mi casa, de donde salí'. Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio".
COMENTARIO:
Este
Evangelio de Lucas comienza con la actitud de unos fariseos que acusan a
Jesús, de que el demonio actúa a través de Él. Evidentemente, el Señor refuta
sus palabras y les advierte de la gravedad de su contenido y sus
afirmaciones. Lo que ocurre es que ellos no tienen más remedio, ante los
hechos que están observando, que reconocer que el Maestro tiene poder sobre
el Maligno; y hacerlo, significa tener que admitir que se encuentran ante el
Mesías prometido. Pero eso les obligaría a aceptar un Reino, que no se ajusta
a sus perspectivas de poder y
venganza. Y la única solución que encuentran, mientras se engañan a sí
mismos, es imputar esa fuerza divina, al propio Satanás.
Jesús, sin
embrago, les enseña con paciencia y a través de una argumentación práctica,
que se trata –aunque ellos no quieran rendirse a la evidencia- de una lucha
entre Él y el Demonio, en la que éste último no tiene nada que hacer, porque
el Señor es el más fuerte. Que estas expulsiones que observan, son la prueba
fehaciente de que ha comenzado a instaurarse en la tierra, el Reino de Dios;
y que culminará en la cruz, cuando con su sacrificio sustitutivo –donde
entregará hasta la última gota de su sangre por nosotros- el pecado será
vencido y seremos liberados de la esclavitud, a la que estábamos sometidos:
por la Gracia del Sacramento del Bautismo, el Espíritu Santo penetrará en
nosotros y nos permitirá aceptar la salvación que Dios nos ofrece.
Este milagro
es el principio de una realidad, que ya fue expuesta por los profetas, y es
que Satanás va a ser arrojado fuera de sus dominios: que son los hombres, por la
Redención de Cristo. Ahora bien, el Hijo de Dios ante esa premisa, advierte a
aquellos que le escuchan –y entre ellos, estamos nosotros- que ante la
argumentación que acaba de exponer, solamente cabe una actitud; porque, o se
está con Él, o se está con el diablo.
Ante la
ceguera de sus corazones, el Maestro –que había mostrado su misericordia,
perdonando a los pecadores y comiendo con ellos- advierte cuán difícil será
el perdón para quienes, voluntariamente, se cierran al conocimiento de la
Verdad. Y ese es el pecado contra el Espíritu Santo, del que nos habla Jesús:
el rechazo de aceptar la salvación que nos ofrece el Paráclito, en virtud del
sacrificio de la Cruz. Es esa reivindicación del ser humano, a perseverar en
el mal; rechazando y despreciando, las gracias de la Tercera Persona de la
Trinidad Santísima.
Pensar lo
que ha costado, desde el principio de los tiempos, limpiar ese lugar –nuestra
alma- donde habitaba Satanás. Ha costado la Encarnación del Verbo divino, y
su entrega voluntaria al dolor y a la muerte, por amor. Sólo así hemos
conseguido, tras el Bautismo, convertirnos en templos de Cristo; y en ese
lugar, preciado y precioso, es donde el hombre cohabita con la divinidad.
Renunciar a ese don y abrir, otra vez, las puertas al mal –a través del
pecado- es despreciar a ese Cristo crucificado, que nos observa con el dolor
del abandono, cosido al madero; es deshonrar, con nuestras malas obras, al
Hijo de Dios.
Por eso,
haciendo suyas las palabras del Maestro sobre el verdadero horror que
significa la transgresión de la Ley divina –y que hoy, con tanta facilidad,
hemos relativizado-, san Pedro nos lo recuerda en sus cartas:
“Porque es imposible que quienes una vez fueron
iluminados, y gustaron también del don celestial, y llegaron a recibir el
Espíritu Santo, y saborearon la palabra divina y la manifestación de la
fuerza del mundo venidero, y no obstante cayeron, vuelvan de nuevo a la
conversión, ya que, por su propio daño, crucifican de nuevo al Hijo de Dios y
lo escarnecen” (Hb. 6,4-6)
“Porque si después de haber escapado de las
impurezas del mundo, por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo,
se dejan atrapar nuevamente por ellas y son vencidos, sus postrimerías
resultan peores que los principios. Más les valiera no haber conocido el
camino de la justicia que, después de conocerlo, volverse atrás del santo
precepto que se les entregó: se ha cumplido en ellos aquel proverbio tan
acertado: “El perro vuelve a su propio vómito y la cerda lavada, a revolcarse
en el fango” 2P2, 20-22.
Por favor,
no quitemos importancia al hecho de pecar, porque hacerlo es, justamente, una
ganancia para Satanás. Y Jesús habla bien claro, diciéndonos que no hay
término medio: o luchamos por estar junto a Él, o renunciamos a su Gloria. Y
luchar, no os confundáis, no significa no caer jamás, sino ser capaces de
levantarnos siempre, sujetando la mano –segura y fuerte- del Hijo de Dios.
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