29 de octubre de 2014

¡No te lo pienses más!



Evangelio según San Lucas 13,22-30.


Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén.
Una persona le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?". El respondió:
"Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán.
En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: 'Señor, ábrenos'. Y él les responderá: 'No sé de dónde son ustedes'.
Entonces comenzarán a decir: 'Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas'.
Pero él les dirá: 'No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!'.
Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes sean arrojados afuera.
Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios.
Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, podemos apreciar como el Señor, camino de Jerusalén, no pierde el tiempo ni la ocasión en cada lugar que visita, para predicar a los hombres la salvación y pedirles que se arrepientan y vuelvan su alma a Dios. Esa actitud debe ser, para cada uno de nosotros, un ejemplo y un acicate para ser fieles a la misión encomendada y, como hace Él, no desperdiciar ni un momento de nuestra vida –que no es nuestra, sino del Altísimo- para iluminar con la fe una conversación, un problema o, simplemente, una difícil situación.

  Y mientras Jesús estaba reunido con aquellos que le escuchaban, y a propósito de una pregunta que uno de ellos le hizo, el Maestro aprovechó para exponer su doctrina sobre la salvación. Ha querido que les quedara –y nos quedara- muy claro, que alcanzar la Gloria no está ligado a la pertenencia a una raza, ni a ser miembro de un pueblo determinado, como ellos opinaban; y ni tan siquiera, haber conocido a Cristo y haber escuchado sus palabras –ese fue, entre muchos, el ejemplo de Judas Iscariote-. Ya que sólo se salvará aquel que responda afirmativamente a Dios, con la entrega de su voluntad y la correspondencia, con frutos de amor y santidad, a la Gracia divina.

  Es bien cierto, y lo hemos repetido muchas veces porque es la base de nuestra esperanza, que el Señor quiere que todos los hombres se salven. Pero también es muy cierto que el Padre nos pide que, para lograrlo, empleemos todas nuestras fuerzas y, entregándonos a Él, aceptemos y cumplamos sus mandamientos. Que seamos capaces de trasladar a nuestros hermanos el amor divino, a través de nuestras acciones y nuestros compromisos; porque no hay mayor satisfacción que contribuir a la alegría y a la paz de los demás. Somos imagen de Cristo y solamente conseguiremos salvarnos, si somos capaces de seguir sus pasos. Pero para ello hay que recordar que el Maestro vivió para cumplir la voluntad de su Padre, y murió por el amor incondicional a todos los hombres: los que le querían y los que no.

  Esa es la puerta angosta, de la que nos habla el Señor; ese lugar que no pertenece a una realidad histórica y temporal, que nos da falsas seguridades; o esa fingida confianza que surge de creer que, porque somos Iglesia, estamos salvados. Ya que todo eso no es suficiente, sino ponemos en juego nuestra libertad; si no respondemos a Dios cuando nos convoca,  plasmando en obras lo que testifican nuestras palabras. Porque todo, absolutamente todo, depende de nuestra decisión: de dar y de darnos al Maestro, sin guardar nada para nosotros mismos.

  Jesús se refiere a la vida eterna, como a ese banquete que el Padre tiene preparado para sus hijos; y al que estamos llamados. Pero en muchos textos de las Escrituras, hemos comprobado que cuando Dios nos emplaza a participar en él, quiere que acudamos con prontitud y perfectamente arreglados para la ocasión. El Señor no quiere almas sucias, dejadas y oscuras, que no permiten traspasar la Luz divina, a causa de las telarañas y la suciedad de sus miserias. Esa fue la causa, y no otra, de que Jesús pusiera el Sacramento de la Penitencia; porque Cristo ama tanto a los hombres, que les da constantemente oportunidades para que cambien y se arrepientan. Pero como sabe que, por el pecado original, somos débiles en la lucha contra las tentaciones, la propia confesión nos hace llegar la Gracia sacramental, que nos ayuda a batallar contra las mismas faltas de las que nos hemos acusados.

  Nuestra vida debe ser una contienda, sin tregua ni descanso, en la que peleamos para poder responder fielmente a la llamada divina y, conociendo a fondo nuestra fe, comunicarla a nuestros hermanos. Tú y yo, no somos como aquellos que, desconociendo sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, han buscado a Dios con sinceridad y esfuerzo; porque esos serán salvados por el influjo de la Gracia y su buena conciencia. No; tú y yo, hemos sido llamados especialmente por Jesús, para ser sus discípulos. Para formar parte de ese grupo de elegidos, cuya responsabilidad será mayor, porque es proporcional a los bienes que hemos recibidos. Se nos ha dado mucho, pero se nos exigirá mucho más, por los talentos obtenidos: tener el privilegio de poder recibir a Cristo Sacramentado en la Eucaristía, cada día de nuestra vida, sin problemas, sin persecuciones, sin miedo…Eso es un regalo divino al que, tristemente, nos hemos acostumbrado. Y si me apuráis, en muchos casos, somos capaces de despreciar.

  La puerta angosta es intentar vencer nuestras carencias, nuestras dificultades, nuestros problemas, para poder ser fieles a la voluntad de Dios. Es luchar, con la espada del amor y el escudo de la Gracia, en la batalla de la salvación. Es negarnos a nosotros mismos para ser, en nosotros mismos, una imagen perfecta del Hijo de Dios. ¿Quieres pertenecer a ese ejército de hombres, que esgrimen la Palabra y conquistan el corazón? ¡Pues ven! ¡No te lo pienses más!