Evangelio según San Lucas 11,47-54.
Dijo el Señor:
«¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado!
Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros.
Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos.
Así se pedirá cuanta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo:
desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto.
¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden.»
Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas
y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.
«¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado!
Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros.
Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos.
Así se pedirá cuanta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo:
desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto.
¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden.»
Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas
y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.
COMENTARIO:
Vemos en este
Evangelio de Lucas, como el Señor increpa a un escriba, recordándole la
trayectoria de sangre que ha sido denominador común, en la historia del pueblo
de Israel. Le reprocha, a él y a los otros miembros del Sanedrín –fariseos y
saduceos- en un lenguaje muy duro que, desde el justo Abel –al principio de la
Biblia, en Génesis- hasta Zacarías –cuyo martirio se narra en Crónicas, que es
el último libro reconocido por los judíos- han matado a todos aquellos cuyo
mensaje no han querido escuchar, porque no se acomodaba a sus planes de dominio
y poder.
Jesús, en esos
momentos y aunque algunos de los que le rodean no alcancen a entender el
sentido de sus palabras, está anunciando su propio destino. El Profeta entre
los profetas, el Hijo de Dios encarnado, Aquel que habla en nombre de Dios,
porque es la Voz de Dios –su Palabra- ha
recogido el testigo, delante de los hombres, de aquellos que le precedieron
para anunciar lo que hoy se cumple en su Persona; por eso sufrirá una muerte
cruenta y terrible –por amor al género humano- en la que intentarán silenciar
sus labios y acabar con su doctrina. Pero lo que ellos no sabían, es que –como
Cristo había anunciado- esa semilla sería regada con la Sangre del Salvador y
surgiría de la tierra, convirtiéndose en un frondoso árbol donde todos –los de
aquí y los de allí- tendríamos cabida.
Sin que
ninguno de esos doctores de la Ley, dispuestos a terminar como fuera y por la
fuerza con el mensaje divino, pudiera sospecharlo, estaban facilitando- con su
actuación- los planes de Dios. Porque el
Señor nos demuestra, a cada paso de la historia de la Redención, que cuenta con
el mal para poder extraer un bien, sin violentar la libertad de los hombres.
Que a pesar del pecado original, y por esa desobediencia de Nuestros Primeros
Padres, el Hijo de Dios se encarnó y mostró a los hombres la locura de amor –de
modo plausible- que permite al ser humano responder con su vida y su entrega.
No hay nada que hagamos, por terrible que nos parezca, que el Señor no pueda
perdonarnos –si nos arrepentimos- y convertirlo en el camino adecuado para
alcanzar la Gloria. No nos asustemos de
nosotros mismos, ni desconfiemos del amor incondicional de nuestro Padre; y, ni
mucho menos, perdamos nunca la esperanza.
El Maestro
hace un repaso a la Escritura, para recordarnos que la misión que nos ha sido
encomendada, nunca será fácil; y que, para muchos, tal vez represente la
entrega de la propia vida. Que desde el principio de los tiempos, depositar en
el altar una ofrenda al Señor, y que ésta fuera bien recibida, le costó a Abel la envidia de su hermano y, por ello,
el sacrificio de su vida. Y tampoco a aquellos primeros cristianos les
perdonaron su alegría y sus palabras valientes de justicia y amor, mientras
reclamaban al mundo el derecho y el deber de vivir y transmitir el Evangelio.
Hoy Jesús nos dice, a cada uno de nosotros, que no desfallezcamos ante la
adversidad, porque Él ha regado con su Sangre, el fruto de nuestra fe. Que
todos aquellos que, como entonces, manipulaban las palabras y se adherían a la
defensa de una razón, que no admitía el argumento divino, seguirán ejerciendo
la violencia –física e intelectual- para asustarnos y hacernos desistir de la
intención apostólica que, como cristianos, tenemos todo el derecho a ejercer. Y
no sólo el derecho, sino la obligación que hemos adquirido en las aguas del
Bautismo, de acercar a todos nuestros hermanos a Dios.
No dejéis que
se apropien de la llave de la ciencia; como si la verdad residiera en esas
mentes, que quieren adjudicarse el principio y el final de la Ley. Esa ya fue
la tentación de Adán y Eva, por la que se perdieron. Solo Dios es la Sabiduría
y el Señor de la Vida y la muerte. Él la da, y Él la quita, porque le
pertenece. Cierto es que el mundo, como hablábamos ayer, tiene un orden
perfecto inscrito en su interior e impreso por su Creador; y que no sólo le
está permitido al hombre, sino que se le requiere que lo conozca con su
inteligencia –como nos muestra la parábola de los talentos-. Pero una cosa muy
distinta, es querer gobernarlo a nuestro antojo y ocupar el sitio que le
pertenece a Dios. Es ahí, en ese orgullo mal entendido, donde la naturaleza y
sobre todo la humana, se destruye a sí misma.
Jesús les
insiste en su pecado, y nos advierte a los demás para que no nos dejemos
engañar y, humildemente, reconozcamos y pongamos al Señor en el lugar que le
corresponde: el centro del ser, del saber y del existir. Nos advierte el
Maestro que la soberbia destruye, y el amor construye. Que hemos de reconocer
nuestra pequeñez y, cogiendo de la mano a nuestros hermanos, caminar al
encuentro del Señor y, con Él, dar respuestas a todas las preguntas que éste
mundo nos presenta. ¡Seamos valientes! ¡Argumentemos la fe!