16 de octubre de 2014

¡Argumentemos la fe!



Evangelio según San Lucas 11,47-54.


Dijo el Señor:
«¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado!
Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros.
Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos.
Así se pedirá cuanta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo:
desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto.
¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden.»
Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas
y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Lucas, como el Señor increpa a un escriba, recordándole la trayectoria de sangre que ha sido denominador común, en la historia del pueblo de Israel. Le reprocha, a él y a los otros miembros del Sanedrín –fariseos y saduceos- en un lenguaje muy duro que, desde el justo Abel –al principio de la Biblia, en Génesis- hasta Zacarías –cuyo martirio se narra en Crónicas, que es el último libro reconocido por los judíos- han matado a todos aquellos cuyo mensaje no han querido escuchar, porque no se acomodaba a sus planes de dominio y poder.

  Jesús, en esos momentos y aunque algunos de los que le rodean no alcancen a entender el sentido de sus palabras, está anunciando su propio destino. El Profeta entre los profetas, el Hijo de Dios encarnado, Aquel que habla en nombre de Dios, porque es la Voz de Dios –su Palabra-  ha recogido el testigo, delante de los hombres, de aquellos que le precedieron para anunciar lo que hoy se cumple en su Persona; por eso sufrirá una muerte cruenta y terrible –por amor al género humano- en la que intentarán silenciar sus labios y acabar con su doctrina. Pero lo que ellos no sabían, es que –como Cristo había anunciado- esa semilla sería regada con la Sangre del Salvador y surgiría de la tierra, convirtiéndose en un frondoso árbol donde todos –los de aquí y los de allí- tendríamos cabida.

  Sin que ninguno de esos doctores de la Ley, dispuestos a terminar como fuera y por la fuerza con el mensaje divino, pudiera sospecharlo, estaban facilitando- con su actuación-  los planes de Dios. Porque el Señor nos demuestra, a cada paso de la historia de la Redención, que cuenta con el mal para poder extraer un bien, sin violentar la libertad de los hombres. Que a pesar del pecado original, y por esa desobediencia de Nuestros Primeros Padres, el Hijo de Dios se encarnó y mostró a los hombres la locura de amor –de modo plausible- que permite al ser humano responder con su vida y su entrega. No hay nada que hagamos, por terrible que nos parezca, que el Señor no pueda perdonarnos –si nos arrepentimos- y convertirlo en el camino adecuado para alcanzar la Gloria.  No nos asustemos de nosotros mismos, ni desconfiemos del amor incondicional de nuestro Padre; y, ni mucho menos, perdamos nunca la esperanza.

  El Maestro hace un repaso a la Escritura, para recordarnos que la misión que nos ha sido encomendada, nunca será fácil; y que, para muchos, tal vez represente la entrega de la propia vida. Que desde el principio de los tiempos, depositar en el altar una ofrenda al Señor, y que ésta fuera bien recibida, le costó  a Abel la envidia de su hermano y, por ello, el sacrificio de su vida. Y tampoco a aquellos primeros cristianos les perdonaron su alegría y sus palabras valientes de justicia y amor, mientras reclamaban al mundo el derecho y el deber de vivir y transmitir el Evangelio. Hoy Jesús nos dice, a cada uno de nosotros, que no desfallezcamos ante la adversidad, porque Él ha regado con su Sangre, el fruto de nuestra fe. Que todos aquellos que, como entonces, manipulaban las palabras y se adherían a la defensa de una razón, que no admitía el argumento divino, seguirán ejerciendo la violencia –física e intelectual- para asustarnos y hacernos desistir de la intención apostólica que, como cristianos, tenemos todo el derecho a ejercer. Y no sólo el derecho, sino la obligación que hemos adquirido en las aguas del Bautismo, de acercar a todos nuestros hermanos a Dios.

  No dejéis que se apropien de la llave de la ciencia; como si la verdad residiera en esas mentes, que quieren adjudicarse el principio y el final de la Ley. Esa ya fue la tentación de Adán y Eva, por la que se perdieron. Solo Dios es la Sabiduría y el Señor de la Vida y la muerte. Él la da, y Él la quita, porque le pertenece. Cierto es que el mundo, como hablábamos ayer, tiene un orden perfecto inscrito en su interior e impreso por su Creador; y que no sólo le está permitido al hombre, sino que se le requiere que lo conozca con su inteligencia –como nos muestra la parábola de los talentos-. Pero una cosa muy distinta, es querer gobernarlo a nuestro antojo y ocupar el sitio que le pertenece a Dios. Es ahí, en ese orgullo mal entendido, donde la naturaleza y sobre todo la humana, se destruye a sí misma.

  Jesús les insiste en su pecado, y nos advierte a los demás para que no nos dejemos engañar y, humildemente, reconozcamos y pongamos al Señor en el lugar que le corresponde: el centro del ser, del saber y del existir. Nos advierte el Maestro que la soberbia destruye, y el amor construye. Que hemos de reconocer nuestra pequeñez y, cogiendo de la mano a nuestros hermanos, caminar al encuentro del Señor y, con Él, dar respuestas a todas las preguntas que éste mundo nos presenta. ¡Seamos valientes! ¡Argumentemos la fe!