C A P I T U L O I I
Ayer, el trabajo
me deparó la satisfacción de un rato de conversación con Marta, una chica
maravillosa, profesora de música, a la que he visto crecer; y he podido constatar que los
años no han borrado de su rostro, esa sonrisa alegre que regala
habitualmente a los que se encuentran a su lado.
Acostumbrada,
por su profesión, al trato con niños y adultos me contó, horrorizada, como
situaciones que antaño eran inaceptables, hoy están casi impuestas como normas
de convivencia. Me estoy refiriendo,
naturalmente, a la murmuración y a la difamación. Las personas hemos olvidado
que cualquier ser humano, por el simple hecho de serlo, goza de una dignidad
sobrenatural que nadie puede poner en entredicho. Pero es mucho más triste que
los mismos que nos denominamos cristianos, los que portamos carteles en las
manifestaciones contra las guerras, que nos quedamos afónicos pidiendo justicia
para los desamparados del mundo, no volvemos nuestros ojos hacia la cruz de
Cristo, donde un hombre, que es todo un Dios, vierte hasta la última gota de su
sangre por cada uno de nosotros, sin excepción.
Tal vez es que
el orgullo no nos deja entender lo que muchas veces repetía un sacerdote
santo- "Yo no conozco el corazón de un criminal, pero conozco el corazón de un
hombre honrado y estoy espantado"-. Nadie está libre, si no es por la gracia de
Dios, de ser capaz de cometer los mayores horrores y los peores errores.
Tranquilizamos
nuestra conciencia culpando a los medios de comunicación de fomentar ese tipo
de programas cuya finalidad no es informar, ni tan siquiera formar, sino sacar
a la luz todas las miserias humanas y hacer un circo con ellas. Pero olvidamos que las
televisiones se guían por los índices de audiencia, que son el termómetro
cultural de un país; y si no somos capaces de apagar el aparato y dejar de
comprar las revistas sensacionalistas, contribuimos a la opinión generalizada
de que el dinero avala la legitimidad de la degradación del ser humano.
Podemos pensar
que a nosotros no nos afecta, pero no os llevéis a engaño; al igual que la
polución no se nota y poco a poco penetra y ensucia nuestros pulmones, la
visión asidua y el comentario generalizado que convierte en natural un acto que
ofende a la caridad con nuestros hermanos, terminan por marchitar nuestra alma, cansada
de nadar contra corriente.
Si tenéis alguna
duda remitiros al evangelio de san Juan que nos narra el episodio de la mujer
adúltera. Frente al daño que hacen las malas lenguas me acuerdo de Nuestro
Señor que invitó a los que acusaban a la mujer pecadora , que si estaban libres
de culpa lanzaran la primera piedra. Y recordad que nadie fue capaz de hacerlo. No nos
corresponde a nosotros juzgar porque algunos han caído en el adulterio, la
prostitución, la estafa o el sida; y por ello seremos medidos
con la medida que utilicemos para los demás. Tememos a las enfermedades del
cuerpo y no somos conscientes de que la crítica, es el cáncer del corazón.
Es cierto que la
naturaleza humana, herida por el pecado, tiende a regodearse de las miserias
ajenas, como si para crecer nosotros tuviéramos que poner el pie en la cabeza
de nuestro prójimo. Pero no olvidéis
que sentir no es consentir; luchamos contra nuestros instintos primarios para
adquirir la libertad de elegir el bien.
A lo largo de mi
vida he podido comprobar que no hay ningún corazón humano que no esconda una
lumbre de nobleza, aprendiendo a querer a todos como son, con sus defectos, no
como querríamos que fueran.
Pero si murmurar
ya es una falta grave, me llena de espanto cuando contemplo que se puede
calumniar, injuriar y difamar a alguien sin que ni siquiera asome un cierto
rubor en sus mejillas. Los judíos de la época llevaron a Cristo al patíbulo
valiéndose de esas acciones.
Mis padres, a
los que debo que imprimieran en mi alma, con sus correcciones, los hábitos de
buenas costumbres que al ejercer la voluntad se convierten en virtudes, me
repetían incansablemente que hablar mal de alguien era soltar al viento un saco
repleto de plumas…después es imposible recogerlas todas. Somos dueños de
nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras.
No podemos
quitar la honra de nadie, porque es la estima y el respeto de su propia
dignidad. Pensar que nadie está libre de ese hecho que comienza a utilizarse
como una práctica común. Los que hoy murmuran de su amigo, mañana lo harán de
nosotros. ¡Decíd basta! ¡Cortar esas conversaciones! Recordad que lo que determina la calidad de
nuestros actos, es lo que se encuentra en nuestros corazones.
Recriminad al
mundo, sin miedo, la falta de amor y de respeto que siente hacia el hombre y
recordad, como dice el proverbio, que muchas veces más vale callar y parecer
tonto, que hablar y demostrarlo. Luchad contra
las guerras, que sesgan las vidas, pero con igual intensidad intentar terminar
con las infamias que matan los corazones.
La madre Teresa
de Calcuta nos decía:
” A menudo los
cristianos se convierten en el mayor obstáculo para cuantos desean acercarse a
Cristo .
A menudo
predican un Evangelio que no cumplen.
Esta es la
principal razón por la cual la gente del
mundo no cree .”
Tomar nota. Que
por lo menos nosotros no contribuyamos con nuestra acción, o nuestra omisión, a
dañar algo tan preciado como es el alma de otro ser humano.