20 de octubre de 2014

¡No esperes!



Evangelio según San Lucas 12,13-21.


En aquel tiempo:
Uno de la multitud le dijo: "Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia".
Jesús le respondió: "Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?".
Después les dijo: "Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas".
Les dijo entonces una parábola: "Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho,
y se preguntaba a sí mismo: '¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha'.
Después pensó: 'Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes,
y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida'.
Pero Dios le dijo: 'Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?'.
Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas nos muestra una enseñanza clara, de cómo hemos de valora las cosas de esta tierra, que sólo son medio  y camino para ayudarnos a alcanzar las del Cielo; huyendo de considerarlas como un bien en sí mismas, que nos apartan de Dios. Por eso Jesús, como hará muchas veces, nos advierte desde el texto sobre el peligro de fijar el horizonte de nuestras vidas, en atesorar riquezas; ya que si no sirven para hacer un mundo mejor y ayudar a nuestros hermanos, sólo son fuente de egoísmo, avaricia, poder, y por consiguiente, pecado.

  La parábola de Jesús, que nos pone un ejemplo muy gráfico, parece que en un primer momento quiere enseñarnos que la previsión con la que actúa aquel hombre no es mala; ya que, efectivamente, si la cosecha ha sido buena, lo acertado es ser prudente y no despilfarrar, guardando para no tener malas experiencias, en épocas que pueden ser peores. Pero el Señor corrige esa visión, que sólo pone su confianza en la seguridad de unos bienes materiales, para desde un punto de vista mucho más profundo, mostrarnos que esta vida es la única que tenemos y que no sabemos el tiempo que vamos a estar en ella; por eso, indiscutiblemente, hemos de vivirla desde una perspectiva más trascendente: desde nuestro encuentro con Dios.

  Y ahí el Maestro nos enfrenta a una realidad que muchas veces olvidamos: la fragilidad de la existencia, frente a la seguridad de la muerte. Por eso, tener conocimiento de que vamos a morir, puede ser una riqueza, que nos ayude a vivir. Ya que, todos aquellos que, aunque os parezca mentira, sirven a los planes del diablo, intentarán hacernos olvidar que nuestros días tienen fecha de caducidad. Y que cada uno, te pongas como te pongas, tiene la suya: para algunos pocos, será en la infancia; para otros, en la juventud; para algunos, en la madurez; y para la mayoría, en la vejez. Pero todos estamos llamados, en algún momento, a rendir cuentas del préstamo de la vida, que nos hizo el Sumo Hacedor. Si pensáramos que cada minuto que transcurre, puede ser el último, no perderíamos nuestro tiempo en cosas que no tienen ninguna importancia, porque son perecederas; o, simplemente, valoraríamos de otro modo, los tesoros que enriquecen nuestro corazón: una palabra, una sonrisa, una caricia, una oración…

  Existir no es ver pasar el tiempo y disfrutar de todo, como si todo fuera un medio para causarnos placer y satisfacción. No; vivir es participar del ser que Dios nos ha dado –y que no nos pertenece, por eso lo hemos de devolver- para demostrarle que estamos dispuestos a utilizar todo lo que está a nuestro alcance, para cumplir fielmente con la misión que nos encomendó, desde antes de la creación; porque no olvidemos que somos cristianos, por la Gracia de Dios. Que cada cosa que ocurre –buena o mala- la recibimos como venida de su Providencia y, por ello, la aceptamos como lo mejor; uniéndonos a su Voluntad divina. Que apreciamos al ser humano, como Su imagen; y lo valoramos por lo que es, y no por lo que aparenta. Que agradecemos cada uno de los bienes que, inmerecidamente, recibimos; con la total seguridad de que, posiblemente, después deberemos entregarlos, porque sólo nos pertenecen en usufructo. Creo que todos, a medida que han pasado los años, nos hemos convencido de que lo que hoy está, mañana se ha ido; y que vamos dejando a cada paso del camino: esposos, hijos, padres, amigos y pertenencias que, en algún momento, pensamos que nos eran imprescindibles.

  Dios nos enseña, a través de innumerables ocasiones y sucesos, que sólo Él permanece y es la Roca firme donde podemos sujetarnos, para no perecer en el mar embravecido de la vida. Que solamente a su lado podemos compartir ese tiempo divino, que es eterno; ya que sólo aquello que es materia es caduco, y nuestra alma está creada a Su imagen, y por eso es inmortal. De ahí que Jesús nos insista en enfrentarnos a esa realidad que aquí todavía puede ser corregida, la libre elección de los auténticos tesoros que nos dan la felicidad: el amor, la entrega, la generosidad, la fidelidad…tantos y tantos valores que satisfacen y hacen crecer a aquellos que luchan por tenerlos; y sobre todo, benefician a los que los reciben.

  Dios nos llama a pensar, aquí y ahora, en este instante –como si fuera el último- si tú y yo estamos contentos con el bagaje de nuestro existir. Si no es así, si piensas que hay algo que te separa de Jesús, porque le has dado más importancia que a Él; no lo dudes, abraza tu crucifijo y dile que te perdone. Ahora, y no mañana, porque tal vez esta noche sea la última que tenemos, para reconciliarnos con el Señor. Dile que lo sientes y que quieres volver a comenzar, priorizando aquello a lo que le has descubierto el valor, por su Palabra: que sólo confías en su amor. ¡No tardes! ¡No esperes! ¡Ahí en tu conciencia, está Dios!