11 de octubre de 2014

¡Porque escuchó y creyó!



Evangelio según San Lucas 11,27-28.


Cuando Jesús terminó de hablar, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le dijo: "¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!".
Jesús le respondió: "Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican".

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Lucas, como una mujer alaba a Jesús, elogiando a su Madre. Pero el Señor le indica que la grandeza de María, no es tanta por haber realizado un hecho natural, como es el dar a luz o criar a un hijo; sino porque por encima de los lazos de sangre, la Virgen escuchó la Palabra, la interiorizó y decidió cumplir –fiel y libremente- la misión que se le había encomendado como Madre de Dios.

  Nuestra Señora fue la Bienaventurada, porque escuchó y creyó el mensaje divino, entregándose hasta las últimas consecuencias, en un sacrificio silencioso y escondido. Jamás, durante su vida terrena, vaciló su fe; a pesar del escándalo del dolor y la crucifixión del Hijo de sus entrañas. En esos momentos –donde cualquier madre no hubiera perdonado recibir en sus brazos, el Cuerpo destrozado e inerte del Amor de su vida- Ella, con  profunda serenidad, aceptó la voluntad divina, haciéndola suya; y confió, contra toda esperanza, en que el Padre cumpliría las antiguas promesas anunciadas en la Escritura. No hay dudas, no hay reproches, solamente la disponibilidad de la entrega y la predisposición a servir en la Iglesia naciente, como núcleo de unión y mediadora de los hombres.

  Así es María; y por eso Jesús le pide a aquella mujer, que grita en medio de la gente, que sea capaz de trascender un hecho evidente, para poder apreciar esa realidad sobrenatural, que brota de un corazón rendido y comprometido con la Santísima Trinidad. Ella es la imagen perfecta, donde debemos mirarnos y tomar ejemplo todos aquellos que nos consideramos discípulos del Maestro. Ella escuchó y obedeció, como debemos escuchar y obedecer los que, a través de la oración, hemos sentido la llamada de la vocación a servir a Dios de una forma determinada: para unos será ayudar a sus hermanos en sus necesidades materiales; para otros será expandir la Palabra e intentar acercar al Señor aquellas almas que, por las diversas circunstancias de la vida, se han alejado y no saben encontrar el camino de vuelta; para todos, cumplir fielmente con las necesidades que la Iglesia –como Cuerpo de Cristo- nos requiera.

  Jesús no pierde ninguna ocasión para recordarnos –y recordar, a todos los que le escuchan- que no hay dicha más grande que participar de la fe cristiana: que hacernos uno con Él, escuchando su mensaje y siendo consecuentes con su convocatoria, es encontrar el verdadero sentido de la vida y, sobre todo, el auténtico significado de la muerte. Que obedecer a Dios es confiar y descansar totalmente en su Providencia; es no perder la serenidad, cuando no entendemos el alcance de los acontecimientos. Es saber, con la certeza de la fe, que nada de lo que ocurra es propio de la casualidad; sino que todo sigue una trayectoria precisa de causalidad, donde el Señor cuida –respetando nuestra libertad- todos los pasos que nos acercan a su Gloria divina.