21 de octubre de 2014

¡Cubre la lámpara de tu interior!



Evangelio según San Lucas 12,35-38.


Jesús dijo a sus discípulos: "Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas.
Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta.
¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo.
¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!"

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, el Señor insiste –como hace muchas veces, a través de una parábola- para que nos mantengamos en esa actitud vigilante, que es propia de todo cristiano que sabe que su vida está en manos de Dios. Nos insta a que permanezcamos  alerta, para no perder ese combate con el enemigo que, de forma solapada e insistente, intentará minar los pasos que recorremos en el camino de nuestra salvación. Aquí, como en los otros textos que hemos meditado en días anteriores, el Señor quiere que no olvidemos  que nuestro tiempo es limitado y que, por ello, no podemos perderlo; ya que desconocemos cuando va a venir a por nosotros, y, por ello, nosotros debemos estar preparados siempre,  para irnos con Él.

  Si la Luz del mundo es Cristo, y nosotros tenemos la lámpara de nuestro corazón encendida, para que el dueño cuando regrese nos encuentre solícitos, alerta y diligentes, quiere decir que Dios cohabita en nuestro interior, porque estamos en Gracia. No hay otra luz que pueda iluminar al ser humano, que no sea aquella que el Señor nos da, a través de una intensa vida espiritual. Por eso Jesús nos llama, desde estas páginas, a ser fieles discípulos suyos, y a no ceder –bajo ningún concepto- a la seducción del diablo, que apagará el brillo de la vida divina en nuestro interior.

  El Maestro nos invita a ser fieles en nuestras actuaciones, con dos ejemplos muy propios de aquellos momentos: la cintura ceñida, y la lámpara encendida. El primero trae a colación, cómo se ajustaban los judíos a la cintura, aquellos amplios vestidos que les facilitaba realizar mejor su trabajo; y también les ayudaba a caminar mejor, cuando iban a emprender un largo viaje. De cualquier manera, lo que Jesús nos quiere indicar, con sus palabras, es que siempre debemos estar en disposición de cumplir los planes de Dios. Que no podemos relajarnos y pensar que mañana ya concluiremos nuestras obligaciones; porque, tal vez, no haya un mañana para nosotros, en el que le podamos demostrar al Señor que estamos dispuestos a servirle, como Él quiere ser servido: con total entrega y amor. Así nos lo enseñó con su vida, dándose en la cruz y no guardándose nada para Sí mismo, porque lo que estaba en juego era nuestra redención.

  También nos previene el Maestro de que, a pesar del fuerte viento que sopla en el mundo para apagar la llama de la fe, que el Bautismo encendió en nosotros, hemos de luchar –con todos los medios divinos y humanos- para alimentarla y que siga ardiendo; alumbrando a los que se han perdido y manifestándole a Dios el deseo de que, en el último momento, nos encuentre y nos rescate  por y con, su divina Presencia. Pero el Señor nos señala, para que no nos confundamos durante la espera, que esa vigilancia debe ser muy despierta para alejar al ladrón, que quiere saquear nuestra inocencia. Debemos estar siempre lúcidos y dispuestos a cerrar las puertas de nuestra alma al Maligno, para abrir nuestro corazón –de par en par- al Altísimo. Y ese mismo Dios nos advierte que, con su encuentro, alcanzaremos la gloria de la Resurrección y nos sentaremos a la mesa de los elegidos. Que mantener viva la llama de su amor, aunque requiera sacrificios y una lucha intensa contra nuestros más bajos instintos, bien vale la pena; porque el premio es el encuentro con el “Amor de los Amores”, que satisface hasta nuestros más íntimos deseos.

  Cubre la lámpara de tu interior con cuidado: rezando con esperanza, confianza y disponibilidad; recibiendo a Jesús y alimentando nuestra alma con asiduidad, en la Eucaristía; luchando contra el diablo y trabajando la virtud, mientras recurrimos –en nuestros errores- al sacramento de la Penitencia; y sobre todo, nunca perdamos la paz y la alegría, que son –y deben ser- el distintivo de todo cristiano creyente y comprometido.