17 de octubre de 2014

¡Capítulo primero!



Para los que hayan decidido compartir estos comentarios, sin haber leído los anteriores que tengo escritos, quiero anticiparles algunas ideas que pueden ponerles en situación.

Soy mujer ¡Ahí es nada! profesional y  “forofa” defensora de que mis congéneres trabajen; para subsanar, con sus características femeninas, muchas carencias de las que sufre el mundo empresarial.

Se puede deducir, por tanto, que estoy en contra de la igualdad que obliga a la mujer a demostrar que para ser valorada, debe tener un comportamiento varonil, renunciando a cosas tan maravillosas como la maternidad, orgullo de nuestra especie. Otra cosa muy distinta, es que la mujer utilice este don divino, como moneda de cambio para lograr una posición, que no le corresponde.

Católica convencida y practicante; lectora asidua de la Biblia en su totalidad, he intentado fundamentar mi vida en la del propio Cristo, tarea nada fácil que me exige levantarme en cada caída –que es más habitual de lo que desearía-, hacer un acto de humildad frente al orgullo herido, y comenzar y recomenzar sin descanso.

Hace años que tomé conciencia que, por mis obligaciones laborales y familiares, no podía dedicarme a visitar enfermos, cuidar niños abandonados o compartir mi tiempo con ancianos desvalidos. y aunque  esto no quiere decir que me exima de hacerlo cuando dispongo de  algún momento libre,  siempre será un hecho puntual robado a la vida cotidiana.

Pero yo sabía, que ese conocimiento de mis limitaciones no justificaba el  sentimiento de recibir con creces dones, que yo devolvía con cuentagotas. No os hablo de los bienes materiales, que evidentemente nos ayudan a pasar la vida de una forma más agradable, sino de esas pequeñas cosas que por ser cotidianas nos parecen naturales, tomando conciencia de su valor sólo en el momento en que carecemos de ellas: despertar cada mañana  pudiendo gozar de un nuevo día; una buena cena con unos buenos amigos; mirarte en los ojos de tus seres queridos, el trabajo que nos permite poner un plato en la mesa; carecer de enfermedades que pongan a prueba nuestro nivel de sufrimiento… o simplemente, abrir un grifo con la seguridad de que tendremos agua para cubrir nuestras necesidades más perentorias.

Mientras estás leyendo estas líneas, mueren miles de personas de hambre y de sed, no porque estén olvidadas de Dios, sino porque están olvidadas de nosotros y son producto de una sociedad, a la que no le interesa que esa situación de dejación varíe.

Releí los evangelios buscando donde me quería el Señor para poder servirle, con y a pesar de mis circunstancias, y reparé en la parábola del buen samaritano que nos relata San Lucas 10, 30-37. Antes de continuar quiero aclararos que me gusta simplificar las cosas; y a los amigos que me “taladran”  poniendo pegas al Nuevo Testamento por las traducciones posteriores al arameo, o por la falta de orden cronológico, simplemente les digo que a mí no me importa que me cambien la forma, cuando el fondo no varía.

Bien, pues en este versículo, Jesús deja claro que mi prójimo no es sólo aquel niño de ojos grandes y tristes que me muestra la televisión, sino ese inmigrante que casi no domina el idioma y viene a mi consulta con la esperanza de ser tratado con la dignidad que se merece, por ser hijo del mismo Dios que compartimos, aunque tal vez con nombre diferente.

O esa amiga maravillosa, cuya vida cómoda y relajada le ha hecho olvidar que la puerta de la felicidad se abre para afuera; y si la quieres abrir para adentro, cada vez la cerrarás más.

Es decir, que como nos muestra el diccionario, mi prójimo es cualquier hombre o mujer respecto de otro, considerado bajo el concepto de la caridad y benevolencia que todos recíprocamente nos debemos. No excluye a nadie, desde mi marido a mis hijos, pasando por mis vecinos y extensible a cualquier ser humano, con el que cruzo una mirada.

No hace falta hacer cosas extraordinarias, porque en las realidades cotidianas hay mucho de santo; y así nos lo enseña el mismo Dios, que durante treinta años las hizo suyas.

La dignidad de la existencia no la da el confort y el dinero, sino la da la calidad de la gente que la vive. Todos nosotros –los Bautizados- hemos sido llamados, por vocación, a hacerlo llegar a nuestros semejantes; a facilitarles la existencia, a ayudar a los náufragos de la vida para que se sujeten en roca firme, y no en montones de paja que se hundirán con su peso.

Graba en tu corazón estas palabras, y el mundo irá muchísimo mejor:”De que de tú y yo nos portemos como Dios quiere- no lo olvides- dependen muchas cosas grandes”( San Josemaría )