Para los que hayan decidido
compartir estos comentarios, sin haber leído los anteriores que tengo escritos,
quiero anticiparles algunas ideas que pueden ponerles en situación.
Soy mujer ¡Ahí es nada! profesional
y “forofa” defensora de que mis
congéneres trabajen; para subsanar, con sus características femeninas, muchas
carencias de las que sufre el mundo empresarial.
Se puede deducir, por tanto, que
estoy en contra de la igualdad que obliga a la mujer a demostrar que para ser
valorada, debe tener un comportamiento varonil, renunciando a cosas tan
maravillosas como la maternidad, orgullo de nuestra especie. Otra cosa muy
distinta, es que la mujer utilice este don divino, como moneda de cambio para
lograr una posición, que no le corresponde.
Católica convencida y practicante;
lectora asidua de la Biblia en su totalidad, he intentado fundamentar mi vida
en la del propio Cristo, tarea nada fácil que me exige levantarme en cada caída
–que es más habitual de lo que desearía-, hacer un acto de humildad frente al
orgullo herido, y comenzar y recomenzar sin descanso.
Hace años que tomé conciencia que,
por mis obligaciones laborales y familiares, no podía dedicarme a visitar
enfermos, cuidar niños abandonados o compartir mi tiempo con ancianos
desvalidos. y aunque esto no quiere decir que me exima de hacerlo cuando dispongo
de algún momento libre, siempre
será un hecho puntual robado a la vida cotidiana.
Pero yo sabía, que ese conocimiento de mis
limitaciones no justificaba el
sentimiento de recibir con creces dones, que yo devolvía con cuentagotas.
No os hablo de los bienes materiales, que evidentemente nos ayudan a pasar la
vida de una forma más agradable, sino de esas pequeñas cosas que por ser
cotidianas nos parecen naturales, tomando conciencia de su valor sólo en el momento
en que carecemos de ellas: despertar cada mañana pudiendo gozar de un nuevo día; una buena
cena con unos buenos amigos; mirarte en los ojos de tus seres queridos, el
trabajo que nos permite poner un plato en la mesa; carecer de enfermedades que
pongan a prueba nuestro nivel de sufrimiento… o simplemente, abrir un grifo con
la seguridad de que tendremos agua para cubrir nuestras necesidades más
perentorias.
Mientras estás leyendo estas líneas,
mueren miles de personas de hambre y de sed, no porque estén olvidadas de Dios,
sino porque están olvidadas de nosotros y son producto de una sociedad, a la
que no le interesa que esa situación de dejación varíe.
Releí los evangelios buscando donde
me quería el Señor para poder servirle, con y a pesar de mis circunstancias, y
reparé en la parábola del buen samaritano que nos relata San Lucas 10, 30-37.
Antes de continuar quiero aclararos que me gusta simplificar las cosas; y a los
amigos que me “taladran” poniendo pegas
al Nuevo Testamento por las traducciones posteriores al arameo, o por la falta
de orden cronológico, simplemente les digo que a mí no me importa que me
cambien la forma, cuando el fondo no varía.
Bien, pues en este versículo, Jesús
deja claro que mi prójimo no es sólo aquel niño de ojos grandes y tristes que
me muestra la televisión, sino ese inmigrante que casi no domina el idioma y
viene a mi consulta con la esperanza de ser tratado con la dignidad que se
merece, por ser hijo del mismo Dios que compartimos, aunque tal vez con nombre
diferente.
O esa amiga maravillosa, cuya vida
cómoda y relajada le ha hecho olvidar que la puerta de la felicidad se abre
para afuera; y si la quieres abrir para adentro, cada vez la cerrarás más.
Es decir, que como nos muestra el
diccionario, mi prójimo es cualquier hombre o mujer respecto de otro,
considerado bajo el concepto de la caridad y benevolencia que todos
recíprocamente nos debemos. No excluye a nadie, desde mi marido a mis hijos,
pasando por mis vecinos y extensible a cualquier ser humano, con el que cruzo
una mirada.
No hace falta hacer cosas
extraordinarias, porque en las realidades cotidianas hay mucho de santo; y así
nos lo enseña el mismo Dios, que durante treinta años las hizo suyas.
La dignidad de la existencia no la
da el confort y el dinero, sino la da la calidad de la gente que la vive. Todos
nosotros –los Bautizados- hemos sido llamados, por vocación, a hacerlo llegar a
nuestros semejantes; a facilitarles la existencia, a ayudar a los náufragos de
la vida para que se sujeten en roca firme, y no en montones de paja que se
hundirán con su peso.
Graba en tu corazón estas palabras,
y el mundo irá muchísimo mejor:”De que de tú y yo nos portemos como Dios
quiere- no lo olvides- dependen muchas cosas grandes”( San Josemaría )