18 de octubre de 2014

¡Aprovechémoslo!



Evangelio según San Lucas 10,1-9.


Después de esto, el Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir.
Y les dijo: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos.
No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero: '¡Que descienda la paz sobre esta casa!'.
Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes.
Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa.
En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan;
curen a sus enfermos y digan a la gente: 'El Reino de Dios está cerca de ustedes'.

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Lucas, como Jesús envía a sus setenta y dos discípulos, a predicar a los hombres su mensaje. Un mensaje, claro y conciso, donde urge al mundo para que acepten a Dios en su alma, arrepintiéndose de sus faltas. Recordando, a todo aquel que quiera escucharlo, que el Reino ya está entre nosotros y debemos convertirnos. Que cada uno sólo tiene una vida y un tiempo para demostrar al Señor, que quiere formar parte de Él. Para eso nos dejó los Sacramentos y nos llama personalmente a formar parte de su Iglesia, a través del Bautismo. Y es allí, en esa agua bendecida, donde el Espíritu Santo infunde en nosotros su Gracia, y pasamos a ser familia cristiana; es decir, discípulos de Cristo dispuestos a tomar el relevo de aquellos primeros, y continuar su obra.

  Pero Jesús nos insta a predicar su Palabra, no a que cambiemos su significado y demos, a nuestro antojo, un discurso con una nueva interpretación, que se aleja totalmente del Magisterio de la Iglesia. Porque si el Maestro así lo hubiera querido, no hubiera fundado en Sí mismo ese Nuevo Pueblo de Dios –jerárquicamente organizado, como se ve en los Hechos de los Apóstoles- que guarda fielmente el depósito de la fe. Ellos recibieron la luz del Espíritu para que, justamente, nadie pudiera traicionar ni apostatar el anuncio divino de la salvación.

   Siempre os digo, que cada letra y cada palabra que el Señor inspira a la memoria de los escritores sagrados, tiene una doble intención: una que informa, y otra que preforma, porque nos exige interiorizar lo escuchado y, por la Gracia, descubrir el cumplimiento de las promesas, que iluminan cada hecho y cada circunstancia de la Escritura Santa. Por eso, seguramente, este número setenta y dos alude a los descendientes de Noé, que formaron las naciones antes de la dispersión de Babel; y que nos dice el Génesis que, a partir de ellos, se extendieron los pueblos de la tierra después del diluvio. Sea como fuere, lo que queda claro es que Jesús quiere señalar la universalidad de la misión de Cristo y, sobre todo, la urgencia de evangelizar hasta el último rincón de la tierra. Y no sólo se refiere a un lugar en el mapa, sino a cualquier “status” de la sociedad. Se nos llama a dar testimonio de nuestra fe, allí donde nos encontremos; porque todos los sitios son buenos para acercar los hombres a Dios. Le apremia al Maestro que seamos responsables de difundir nuestro legado, y dejar huella de cada uno de nuestros pasos.

  Así, recordando que tenemos mucho trabajo -y que no hay que olvidar que el diablo pondrá todas las trabas posibles para que no podamos realizarlo- el Señor nos llama a pedirle al Padre que nos envíe muchos trabajadores, para sembrar la semilla y recoger la mies. Pero junto a la oración confiada debe transcurrir paralelamente el fruto de la misma, que es la edificación responsable –en nuestra familia- de esa Iglesia doméstica, donde los nuestros vivirán ese flujo de amor, que fluye de la vida sacramental. Donde aprenderán a valorar, lo que es verdaderamente importante; y donde estarán dispuestos, generosamente, a entregar su vida por un Bien mayor. Y lo harán porque verán nuestro ejemplo y sabrán que, para nosotros, no hay nada ni nadie mejor ni más importante, que Dios.

  Pero el Maestro no quiere que respondamos afirmativamente a su llamada, sin conocer todos los problemas con los que vamos a enfrentarnos; y ese es el motivo por el que vuelve a recordarnos, que nos envía como corderos a un mundo plagado de lobos. Que seguramente, mirarán de despedazarnos; unos el cuerpo, y otros el alma. Que unos lo intentarán con la violencia física, y otros mediante las tentaciones que nos incitan –casi sin darnos cuenta- a pecar. Pues bien, ante todo ello, Jesús nos urge a confiar en la Providencia; a descansar en el Señor y buscar su fuerza en la plegaria y la participación de los Sacramentos. Solos, indiscutiblemente, no podremos. Y que no se nos ocurra pensar, con orgullo, que estamos preparados para hacer frente a las insidias del enemigo; porque ese es el principio del final. Necesitamos encontrar a Dios, en la Iglesia, donde la comunidad de los santos eleva sus oraciones por nosotros, para que cada uno pueda ser fiel a la misión encomendada; y así salir victoriosos de las batallas a las que nos enfrentamos, por amor a Jesús ¡Aprovechémoslo!