Evangelio según San Juan 3,16-21.
Sí,
Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree
en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.
Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas.
En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.
Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas.
En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Juan comienza con las palabras de Cristo a Nicodemo, para introducirlo en el
centro de la explicación del porqué y el cómo, Dios ha enviado a su Hijo para
salvarnos: el Señor padecerá ese sufrimiento sustitutivo, que nos librará a los
hombres del pecado y, consecuentemente, de la muerte eterna. Sólo su amor
infinito, que es capaz de padecer hasta sus últimas consecuencias para
liberarnos, puede devolver al género humano, la vida divina que habíamos
perdido.
Por eso, ese Dios
que ha sido capaz de entregarnos a su Hijo para redimir nuestras faltas y que
podamos regresar junto a Él, no está dispuesto a perdernos. Ese Padre, que como
el de la parábola sale constantemente a nuestro encuentro, para recogernos
cuando nos acerquemos heridos, no quiere prescindir de nuestro amor. Ese
amante, del que nos habla el Cantar de los Cantares, está dispuesto a
disculparnos y recibirnos en ese abrazo eterno, que es la práctica sacramental.
Pero para ello, nos dice que hay un único camino indispensable que recorrer:
amar y aceptar a Jesucristo, como el núcleo principal de nuestras vidas; y hacer
de su doctrina, el quicio donde se sostenga nuestro existir.
Todas esas
palabras, que surgen de la garganta del Maestro, no tienen sólo como
destinatarios a los discípulos que se encontraban junto a Él, sino a los
hombres de todas las épocas; por eso su mensaje es una llamada apremiante a que
correspondamos al amor de Dios, con ese amor humano que se trasciende por la
Gracia. Porque en las cosas divinas, no hay “medias tintas”; ya que si es
cierto que Cristo ha venido a salvarnos, no es menos cierto que los hombres
podemos rechazarlo y condenarnos. No será ese Jesús Nazareno, que ha entregado
su vida a cada paso por nosotros, el que nos niegue su perdón, cuando se lo
reclamemos; sino nuestro orgullo y nuestra soberbia, los que ahoguen, en las
zarzas del pecado, el fruto de la Palabra, que germina en un corazón cristiano.
Somos cada uno
de nosotros, tú y yo, los que damos la espalda al Señor y nos forjamos un ídolo
a nuestra conveniencia; un Dios cómodo, que nada tiene que ver con la
revelación del Padre, que nos ha transmitido Jesucristo. Somos nosotros los que
decidimos separarnos de la Iglesia de Cristo, sin entender que en ella se
encuentra la salvación del género humano: el propio Hijo de Dios que se ha
quedado entre nosotros, bajo la especie sacramental, hasta el fin de los
tiempos. No; verdaderamente ese Dios encarnado no quiere juzgarnos, porque cada
uno de nosotros decide en libertad si une su vida al Maestro y, por ello, tiene
Vida eterna, o si decide ser su propio maestro y darse a sí mismo las directrices
de su existir, temporal y perecedero.
Solamente hay
un camino para llegar al Reino de Dios, y a nadie se nos obliga a seguirlo;
pero se nos sugiere que lo hagamos, porque los atajos conducen irremisiblemente
a un abismo sin retorno. Tenemos una responsabilidad que cumplir, porque
nuestra vida no es nuestra, sino del Señor; Él nos la dio y nosotros la
participamos, a la espera de devolvérsela, en las mejores condiciones, el día
de nuestro encuentro definitivo. No culpemos a Dios de nuestros errores; porque
la libertad es el don más precioso y preciso que tenemos para decidir, por
nosotros mismos, si queremos llegar a ser lo que estamos llamados a ser desde
el principio: hijos de Dios en Cristo, por el Bautismo, que peregrinan seguros,
en la Iglesia, hasta alcanzar la Casa del Padre: cristianos coherentes, en
medio del mundo.