1 de mayo de 2014

¡Decidimos nosotros!



Evangelio según San Juan 3,16-21.


Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.
Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas.
En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan comienza con las palabras de Cristo a Nicodemo, para introducirlo en el centro de la explicación del porqué y el cómo, Dios ha enviado a su Hijo para salvarnos: el Señor padecerá ese sufrimiento sustitutivo, que nos librará a los hombres del pecado y, consecuentemente, de la muerte eterna. Sólo su amor infinito, que es capaz de padecer hasta sus últimas consecuencias para liberarnos, puede devolver al género humano, la vida divina que habíamos perdido.

  Por eso, ese Dios que ha sido capaz de entregarnos a su Hijo para redimir nuestras faltas y que podamos regresar junto a Él, no está dispuesto a perdernos. Ese Padre, que como el de la parábola sale constantemente a nuestro encuentro, para recogernos cuando nos acerquemos heridos, no quiere prescindir de nuestro amor. Ese amante, del que nos habla el Cantar de los Cantares, está dispuesto a disculparnos y recibirnos en ese abrazo eterno, que es la práctica sacramental. Pero para ello, nos dice que hay un único camino indispensable que recorrer: amar y aceptar a Jesucristo, como el núcleo principal de nuestras vidas; y hacer de su doctrina, el quicio donde se sostenga nuestro existir.

  Todas esas palabras, que surgen de la garganta del Maestro, no tienen sólo como destinatarios a los discípulos que se encontraban junto a Él, sino a los hombres de todas las épocas; por eso su mensaje es una llamada apremiante a que correspondamos al amor de Dios, con ese amor humano que se trasciende por la Gracia. Porque en las cosas divinas, no hay “medias tintas”; ya que si es cierto que Cristo ha venido a salvarnos, no es menos cierto que los hombres podemos rechazarlo y condenarnos. No será ese Jesús Nazareno, que ha entregado su vida a cada paso por nosotros, el que nos niegue su perdón, cuando se lo reclamemos; sino nuestro orgullo y nuestra soberbia, los que ahoguen, en las zarzas del pecado, el fruto de la Palabra, que germina en un corazón cristiano.

  Somos cada uno de nosotros, tú y yo, los que damos la espalda al Señor y nos forjamos un ídolo a nuestra conveniencia; un Dios cómodo, que nada tiene que ver con la revelación del Padre, que nos ha transmitido Jesucristo. Somos nosotros los que decidimos separarnos de la Iglesia de Cristo, sin entender que en ella se encuentra la salvación del género humano: el propio Hijo de Dios que se ha quedado entre nosotros, bajo la especie sacramental, hasta el fin de los tiempos. No; verdaderamente ese Dios encarnado no quiere juzgarnos, porque cada uno de nosotros decide en libertad si une su vida al Maestro y, por ello, tiene Vida eterna, o si decide ser su propio maestro y darse a sí mismo las directrices de su existir, temporal y perecedero.

  Solamente hay un camino para llegar al Reino de Dios, y a nadie se nos obliga a seguirlo; pero se nos sugiere que lo hagamos, porque los atajos conducen irremisiblemente a un abismo sin retorno. Tenemos una responsabilidad que cumplir, porque nuestra vida no es nuestra, sino del Señor; Él nos la dio y nosotros la participamos, a la espera de devolvérsela, en las mejores condiciones, el día de nuestro encuentro definitivo. No culpemos a Dios de nuestros errores; porque la libertad es el don más precioso y preciso que tenemos para decidir, por nosotros mismos, si queremos llegar a ser lo que estamos llamados a ser desde el principio: hijos de Dios en Cristo, por el Bautismo, que peregrinan seguros, en la Iglesia, hasta alcanzar la Casa del Padre: cristianos coherentes, en medio del mundo.