25 de mayo de 2014

¡Nuestras prioridades!



Evangelio según San Juan 14,15-21.


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
"Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos.
Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes:
el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes.
No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes.
Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán.
Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes.
El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan, Jesús insiste en que el auténtico amor se manifiesta con obras; y las obras que manifiestan el amor que profesamos a Dios, son los Mandamientos. Por eso, cualquiera que asegura que ama al Señor y que es su discípulo, lo primero que debe hacer, es cumplir los preceptos divinos. Así fue como aquella Iglesia primitiva, cambió el mundo; no por lo que predicaban –que también-, sino porque sus actuaciones eran la revelación de su mensaje.

  El Maestro quiere que comprendamos, que ser fieles a la Palabra de Dios significa vivir una existencia de entrega generosa y fiel; donde unimos nuestra voluntad a la voluntad divina. Y como el Padre manifiesta en toda la Escritura, su voluntad es que cumplamos ese Decálogo que entregó a Moisés en el Sinaí; no por temor al castigo o apreciándolo como un número de prohibiciones que atentan contra nuestra libertad, sino como las perfectas consideraciones de un Padre, que quiere lo mejor para sus hijos y les pide que, por amor, confíen en su criterio. Sólo así, satisfaciendo cada mandato y evitando las prohibiciones, seremos capaces de desgranar ese manual de instrucciones que el Creador nos dejó para que alcanzáramos la finalidad implícita en nuestro principio: regresar al lado de Dios y gozar, junto a Él, de la Gloria eterna. Hacerlo, y vivir según los preceptos divinos, es haber entendido que lo que ha movido al Señor a darlos es, simplemente, el amor. Y cumplirlos equivale a fiarnos de Él; a aceptar que dependemos de su Gracia y que respondemos a su llamada, con la entrega de nuestro querer.

  Pero Jesús sabe lo difícil que es para el hombre –herido por el pecado original- superar sus debilidades y deseos, siendo fiel a su mensaje. Por eso nos advierte, para que no desfallezcamos, que estará con nosotros –con todos aquellos que tenemos la intención de luchar por conseguirlo- hasta el fin de los tiempos. Pero nos indica que, para lograrlo, es indispensable gozar de la fe; por eso, la oración donde pedimos al Señor ese regalo, debe ser la prioridad en nuestro acontecer diario. Sólo siendo capaces de trascender lo que nuestros sentidos perciben, podremos observar la realidad divina en todas las cosas, en todas las circunstancias y los momentos de nuestro existir. Solamente así seremos capaces, interiorizando la Palabra y haciéndola nuestra, de compartir –como Iglesia- la Vida Sacramental.

  Porque es a través de estos signos sobrenaturales – que son los medios visibles y materiales que nos transmiten una realidad divina y espiritual- que Cristo dejó a ese Nuevo Pueblo de Dios, por dónde el Maestro nos ha hecho llegar su regalo más preciado, para que podamos alcanzar su Redención: el envío del Espíritu Santo. Él, cómo hizo con aquellos primeros apóstoles, nos guiará haciéndonos comprender y recordar todo lo que había dicho Jesús para asistirnos en esta tierra. Él nos acompañará para sostenernos, protegernos, defendernos…y nos dará su luz en esos momentos de oscuridad, transmitiéndonos el consuelo divino que permitirá que no desfallezcamos en los momentos de tribulación y dificultad.

  El Espíritu Santo es la revelación de la Tercera Persona divina, con relación al Padre y al Hijo. Por eso ese Dios Trinitario, que es Familia en Sí mismo, ama a la familia humana con pasión, entrega y fidelidad. No importan nuestros errores ni las continuas traiciones que tenemos con Dios; porque el Señor que, a pesar de todo sigue creyendo en nosotros, nos envía su fuerza para que, en libertad y sólo si queremos, la recibamos en la vida sacramental de su Iglesia. Para eso la fundó, para que nunca estuviéramos solos y desvalidos; perdidos ante nuestra pequeñez. Solamente se requiere esa actitud de aceptación y confianza, propia del que ama sin reservas, que nos hace tomar la decisión de pertenecer a la Iglesia y allí, ser uno con Cristo, Nuestro Señor. Sólo unidos al Paráclito seremos capaces de superar las tentaciones que el diablo teje sin descanso, a nuestro alrededor; y alcanzar esa redención que Jesús ganó para nosotros, con su sacrificio.

  Amar significa no abandonar al amado, sobre todo en los malos momentos. Por eso Jesús, en las peores circunstancias de nuestra vida, nos susurrará al oído que no podemos desalentarnos; y que para que eso sea efectivo, nos ha enviado a su “Abogado”, a su “Consolador”, para que nos transmita esos dones que son necesarios y precisos para superar los obstáculos y alcanzar la Gloria: el entendimiento, la sabiduría, la piedad, la fortaleza, la paciencia, la comprensión… Todo cambia, cuando toda cobra sentido; por eso, no aceptar ese tesoro es la actitud más absurda que puede manifestar el género humano. ¡Vosotros veréis!