18 de mayo de 2014

¡El rostro de Dios!



Evangelio según San Juan 14,7-14.

Jesús dijo a sus discípulos:
"Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto".
Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta".
Jesús le respondió: "Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Como dices: 'Muéstranos al Padre'?
¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras.
Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras.
Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre."
Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Si ustedes me piden algo en mi Nombre, yo lo haré."

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan es de una profundidad inmensa; porque Jesús nos desvela, sin ningún género de dudas, su verdadera condición divina. Toda su vida es una verdadera revelación del Padre que, a través de sus palabras y sus obras, manifiesta su completa realidad.

  Hasta el momento de la encarnación del Verbo, la Escritura nos hablaba veladamente del ser de Dios; descubriendo por los mensajes proféticos, por los hechos históricos y por las decisiones acaecidas en el pueblo de Israel, quién era y qué quería ese Padre que desde el cielo, nos prometía un Salvador del género humano. Pero llegado el momento en el que todas las promesas se habían de cumplir, y en las que Dios entregaría al mundo un Redentor, el Verbo divino –la Palabra- tomó carne de María Santísima y, sin dejar de ser Dios, se hizo Hombre.

  Es tan importante para cada uno de nosotros el tener conocimiento de quién es Dios, que sin esta información sería imposible elegir en una total libertad. Y el Padre quiere que cada uno de nosotros, cuando nos decidamos a seguirle y acoger la salvación, sea porque hemos comprendido, aceptado e interiorizado su llamada como opción de vida, sobre un sinfín de diversas posibilidades. Por eso, porque los hombres no acabábamos de entender esa inmensa realidad divina del amor, el propio Dios asumió la naturaleza humana para hablar y dirigirse a los hombres, con voz de hombre. A partir de ahora ya no habrá más excusas para decir que no conocemos al Señor. No habrá más justificaciones para labrarnos un Dios a nuestra medida y conveniencia. Cristo es la manifestación del Padre que nos desvela con cada una de sus acciones, de sus palabras, de sus silencios, de sus sufrimientos y de sus milagros, toda la realidad divina. Y para que no hubiera ningún recelo, ni ningún mal entendido, en la Transfiguración, cuando se formó la nube que cubrió a Jesús, Elías y Moisés, en presencia de Pedro, Juan y Santiago, se escuchó la voz del Padre que dijo: “Este es mi Hijo, el elegido: escuchadle”. Esa es nuestra principal misión ahora: escuchar a Cristo, que nos habla desde el Evangelio, en su Iglesia.

  Antes de partir de este mundo, el Señor promete a sus Apóstoles, al fundar su Iglesia, que les hará partícipes de sus poderes para la salvación del mundo. Cristo había ganado con su sangre, la redención para todos los hombres; pero como os digo siempre, la justicia divina no es igualitaria, porque eso no sería justicia; y por ello Jesús espera que cada uno de nosotros, con la libertad que el Señor nos ha dado, luchemos para conseguirla y nos hagamos merecedores de ella. Sólo amando lo suficiente a los demás, a través de Cristo, seremos capaces de superar nuestro egoísmo y renunciar a las tentaciones del diablo.

  Por eso la salvación no podía entregarse como si fuera un aprobado general; sino que necesitaba de “un lugar” donde los hombres pudieran acudir a recibirla. De esta manera, Jesús escogió doce hombres y los hizo partícipes de sus poderes de salvación: compartiendo el sacerdocio ministerial de Cristo y confiriéndoles la sagrada potestad del orden, para ofrecer sacrificios, perdonar los pecados y obrar como en la persona de Cristo, cabeza de la Iglesia. El Señor quiso encadenar su propia autoridad a la predicación de los apóstoles y, como la Iglesia tiene un destino eterno, les prometió que el Espíritu Santo “tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,14) y “os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26). Por eso, porque el Señor tenía la intención de que el Evangelio estuviera siempre presente en el Magisterio de la Iglesia, vivo y entero, les dio la capacidad e interpretar y defender la fe transmitida; y la competencia de elegir a sus sucesores. Así como les confió sus Sacramentos para que los hombres, con su recepción, puedan alcanzar la salvación, y gozar de la vida divina a través de la Gracia.

  Pero Jesús ha ido más allá y nos ha recordado, para nuestra alegría, que Él es nuestro intercesor en el Cielo. Que nunca estaremos solos, aunque no haya nadie a nuestro lado, y que nos ha prometido que todo lo que pidamos en su Nombre –si nos conviene- nos lo dará. Y pedir en su Nombre significa apelar al poder de Cristo crucificado; aceptarlo como verdadero Dios y, por ello, reconocerlo rico en misericordia y omnipotencia. Es no dudar jamás de Él, porque nos ha demostrado con su vida y su muerte, que es el Amante más fiel. Por eso elevar una oración de petición al Señor, debe ir siempre acompañada de una acción de gracias, porque rezar a Jesús es encender una luz de esperanza que descansa en la fe de su Persona. Ya que Cristo, con sus palabras y sus obras, no ha dejado ninguna duda a los hombres sobre la realidad de que Él es el rostro visible, de Dios invisible.