Evangelio según San Juan 14,7-14.
Jesús dijo a sus discípulos: "Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto". Felipe le dijo: "Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta". Jesús le respondió: "Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Como dices: 'Muéstranos al Padre'? ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras. Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre." Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si ustedes me piden algo en mi Nombre, yo lo haré."
COMENTARIO:
Este
Evangelio de Juan es de una profundidad inmensa; porque Jesús nos desvela,
sin ningún género de dudas, su verdadera condición divina. Toda su vida es
una verdadera revelación del Padre que, a través de sus palabras y sus obras,
manifiesta su completa realidad.
Hasta el
momento de la encarnación del Verbo, la Escritura nos hablaba veladamente del
ser de Dios; descubriendo por los mensajes proféticos, por los hechos
históricos y por las decisiones acaecidas en el pueblo de Israel, quién era y
qué quería ese Padre que desde el cielo, nos prometía un Salvador del género
humano. Pero llegado el momento en el que todas las promesas se habían de
cumplir, y en las que Dios entregaría al mundo un Redentor, el Verbo divino
–la Palabra- tomó carne de María Santísima y, sin dejar de ser Dios, se hizo
Hombre.
Es tan
importante para cada uno de nosotros el tener conocimiento de quién es Dios,
que sin esta información sería imposible elegir en una total libertad. Y el
Padre quiere que cada uno de nosotros, cuando nos decidamos a seguirle y
acoger la salvación, sea porque hemos comprendido, aceptado e interiorizado
su llamada como opción de vida, sobre un sinfín de diversas posibilidades.
Por eso, porque los hombres no acabábamos de entender esa inmensa realidad
divina del amor, el propio Dios asumió la naturaleza humana para hablar y
dirigirse a los hombres, con voz de hombre. A partir de ahora ya no habrá más
excusas para decir que no conocemos al Señor. No habrá más justificaciones
para labrarnos un Dios a nuestra medida y conveniencia. Cristo es la
manifestación del Padre que nos desvela con cada una de sus acciones, de sus
palabras, de sus silencios, de sus sufrimientos y de sus milagros, toda la
realidad divina. Y para que no hubiera ningún recelo, ni ningún mal
entendido, en la Transfiguración, cuando se formó la nube que cubrió a Jesús,
Elías y Moisés, en presencia de Pedro, Juan y Santiago, se escuchó la voz del
Padre que dijo: “Este es mi Hijo, el elegido: escuchadle”. Esa es nuestra
principal misión ahora: escuchar a Cristo, que nos habla desde el Evangelio,
en su Iglesia.
Antes de
partir de este mundo, el Señor promete a sus Apóstoles, al fundar su Iglesia,
que les hará partícipes de sus poderes para la salvación del mundo. Cristo
había ganado con su sangre, la redención para todos los hombres; pero como os
digo siempre, la justicia divina no es igualitaria, porque eso no sería
justicia; y por ello Jesús espera que cada uno de nosotros, con la libertad
que el Señor nos ha dado, luchemos para conseguirla y nos hagamos merecedores
de ella. Sólo amando lo suficiente a los demás, a través de Cristo, seremos
capaces de superar nuestro egoísmo y renunciar a las tentaciones del diablo.
Por eso la
salvación no podía entregarse como si fuera un aprobado general; sino que
necesitaba de “un lugar” donde los hombres pudieran acudir a recibirla. De
esta manera, Jesús escogió doce hombres y los hizo partícipes de sus poderes
de salvación: compartiendo el sacerdocio ministerial de Cristo y
confiriéndoles la sagrada potestad del orden, para ofrecer sacrificios,
perdonar los pecados y obrar como en la persona de Cristo, cabeza de la
Iglesia. El Señor quiso encadenar su propia autoridad a la predicación de los
apóstoles y, como la Iglesia tiene un destino eterno, les prometió que el
Espíritu Santo “tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,14) y “os lo
enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26). Por eso,
porque el Señor tenía la intención de que el Evangelio estuviera siempre
presente en el Magisterio de la Iglesia, vivo y entero, les dio la capacidad
e interpretar y defender la fe transmitida; y la competencia de elegir a sus
sucesores. Así como les confió sus Sacramentos para que los hombres, con su
recepción, puedan alcanzar la salvación, y gozar de la vida divina a través
de la Gracia.
Pero Jesús
ha ido más allá y nos ha recordado, para nuestra alegría, que Él es nuestro
intercesor en el Cielo. Que nunca estaremos solos, aunque no haya nadie a
nuestro lado, y que nos ha prometido que todo lo que pidamos en su Nombre –si
nos conviene- nos lo dará. Y pedir en su Nombre significa apelar al poder de
Cristo crucificado; aceptarlo como verdadero Dios y, por ello, reconocerlo
rico en misericordia y omnipotencia. Es no dudar jamás de Él, porque nos ha
demostrado con su vida y su muerte, que es el Amante más fiel. Por eso elevar
una oración de petición al Señor, debe ir siempre acompañada de una acción de
gracias, porque rezar a Jesús es encender una luz de esperanza que descansa
en la fe de su Persona. Ya que Cristo, con sus palabras y sus obras, no ha
dejado ninguna duda a los hombres sobre la realidad de que Él es el rostro
visible, de Dios invisible.
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