15 de mayo de 2014

¡Los mandamientos del amor!



Evangelio según San Juan 15,9-17.

Jesús dijo a sus discípulos:
«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor.
Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto.»
Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado.
No hay amor más grande que dar la vida por los amigos.
Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando.
Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.
No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá.
Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan recoge, que el auténtico amor que le profesamos los discípulos al Señor, debe llevar consigo el esfuerzo por guardar y cumplir los mandamientos divinos. No sólo se trata de conocer, de manifestar, sino de dar un testimonio con las obras de lo que siente y vive nuestro corazón. Y no quiere Jesús que nuestro cumplimiento sea fruto del temor al castigo, sino el producto del amor  a Dios, que lucha por hacerle feliz. De ahí que nuestras actuaciones podrán ser buenas o malas, pero siempre les imprimirá su verdadero sentido, la intención con las que las hemos realizado. Quiere el Señor que la exigencia que nos lleve a cumplir sus mandamientos sea la respuesta libre y personal a ese Padre, que nos ha amado primero; a ese Dios que ha entregado a su propio Hijo para la salvación de los hombres.

  Pero debemos recordar que le Ley divina está para ser cumplida, porque ese Dios que cuida de nosotros nos la ha dado para que seamos capaces de alcanzar nuestra finalidad, que es la verdadera Felicidad. No nos prohíbe el Señor algunas actuaciones y nos indica la necesidad de llevar a cabo otras, por un capricho personal; sino que Él, que nos conoce bien porque nos ha creado, sabe que incumplir esos preceptos nos conduce a la destrucción del pecado, y a la muerte eterna. Todos sus mandamientos, como bien nos dirá Jesús, se resumen en la capacidad de amar y en la entrega. que debe tener el ser humano a imagen de su creador.  Si respetamos a los demás, si buscamos su bien, no les dañaremos ni con nuestro pensamiento ni con nuestros actos: honraremos a nuestros padres y cuidaremos de ellos, para que tengan una buena vejez; daremos a cada uno lo que le corresponde, sin quedarnos nada que les pueda pertenecer; respetaremos a nuestro prójimo y, por ello, comprenderemos que tiene todo el derecho del mundo a opinar –en lo opinable-  de forma  distinta a la nuestra; no intentaremos jamás, quedarnos con lo que es de otro y, bajo ningún caso, dañar su corazón con nuestras palabras o actuaciones.

  Todos y cada uno de los preceptos divinos tiene como base la convivencia en el amor; pero en ese amor auténtico –a imagen del que nos tiene Dios- que es capaz de renunciar a nuestro bienestar, por el bienestar del otro. Y como el Señor nos conoce y sabe de nuestra debilidad, nos recuerda que para poder cumplir con ello es necesario e imprescindible vivir en su misericordia y recibir su Gracia; ya que sólo así seremos capaces de vencer el orgullo, el egoísmo y la violencia, fruto de nuestra naturaleza herida por el pecado original. De ahí que los primeros mandatos de Dios al hombre sean, justamente, los que nos unen a Nuestro Señor; los que nos hacen buscarle sin descanso y luchar para que Él viva en nosotros y nosotros seamos uno con Él. Solamente a su lado seremos capaces de superar nuestra fragilidad, y sólo viviendo sus Sacramentos, podremos hacer del amor nuestra bandera.

  El señor nos recuerda, con sus palabras, que la vocación que nos ha dado es esa llamada grabada a fuego en nuestro interior. Que seguir a Cristo no es un deseo espontáneo que surge de un momento de emoción, sino la necesidad de respuesta que tiene el hombre ante el convencimiento de que Dios nos ha creado, para que vivamos junto a Él. Que nuestro Padre pensó en nosotros antes de ser, para que, siendo, fuéramos suyos. Pero ser de Dios implica dar testimonio de Aquel que nos envió: significa pacificar, comprender, ayudar, compartir…representa encarnar en todas nuestras actuaciones, las palabras que el Hijo de Dios ha puesto en nuestro corazón.

  Jesús nos pide que ahora le busquemos libre y voluntariamente, para formar parte de la familia cristiana. Quiere que el Amor con mayúsculas, aquel que vence todas las dificultades, sea el motor de nuestra vida que desea comenzar y terminar junto a Él. Difícil tarea; difícil misión, pero nos ha elegido¡luego podremos! Nos ha dado su Gracia, su Espíritu para que nos acompañe como miembros de su Iglesia, todos los días de nuestra existencia. Nos ha hecho capaces de compartir su amor y, por tanto, de ser capaces de amar a los que nos rodean: de los que se lo merecen, y los que no. Nos ha hecho hijos suyos en Cristo y, creedme, no se puede pedir más.