28 de mayo de 2014

Vayamos a por los dones

Evangelio según San Juan 16,12-15.


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
"Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora.
Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo.
El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes.
Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: 'Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes'."

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan nos descubre, una vez más, la igualdad que existe entre las Tres Personas divinas; ya que como nos dice Jesús, en este texto, todo lo que tiene el Padre es del Hijo y todo lo que tiene el Hijo es del Padre; poseyendo el Espíritu Santo también aquello que es común al Padre y al Hijo, es decir, la esencia divina.

  Es por eso, y sólo por eso, por lo que el Señor con sus palabras y sus hechos, ha sido la revelación total del Padre. Nadie como Él podía explicar al mundo la profunda y verdadera realidad de Dios. Por eso, tras su venida, no queda nada más por decir, nada más por conocer; y no hay absurdo mayor, que seguir buscando la Verdad fuera de Cristo. Ya no hay velos que separar, ni ventanas que abrir, porque con Jesucristo nos ha inundado la luz de Dios y todo lo que estaba oscuro, se ha hecho claro. 

  Pero el Maestro, en estos últimos pasajes que estamos leyendo, nos indica que, porque nuestro conocimiento es limitado, Dios ha utilizado una pedagogía divina que ha ido contando de forma progresiva y velada, la historia de la salvación: comenzó con la promesa de un Salvador a nuestros primeros padres en el Paraíso, tras su desobediencia, cómo nos cuenta el Génesis; siguió con las sucesivas alianzas entre Dios y los hombres y la elección de un Pueblo, Israel, que le traicionó, cómo nos narra el Antiguo Testamento; el perdón de un Padre y la entrega definitiva del Hijo, por amor al género humano, que culminó con la formación de la Iglesia, el Nuevo Pueblo de Dios, donde se transmite –a los que la quieran- la salvación ganada por Cristo para todos; y todo ello se guarda para nuestros ojos, entre las líneas del Nuevo Testamento.

  Pero todos estos sucesos y circunstancias, han tenido lugar en momentos de guerras, dolores y tribulaciones. No por voluntad divina, sino por el respeto divino a la libertad del hombre, que es capaz, por su naturaleza herida, de las mayores atrocidades. Ahí se ve claramente que, cuando el hombre más se separa de Dios, más animal se vuelve; olvidando para sí esa semejanza divina que lo hace sublime en la Creación. Por eso Jesús nos dice que para poder ver, a través de esa enmarañada realidad que el diablo teje a nuestro alrededor, es necesario e imprescindible recibir los dones preciados del Espíritu Santo.



  Solamente Él nos indica dónde se encuentra la Verdad, en ese mundo de mentiras; dónde comienza el camino, que nos conduce a nuestra finalidad: la felicidad con Dios. Evidentemente, el Paráclito no andará el camino por nosotros, pero si nos dará todos los medios e indicaciones, para que no nos salgamos de él. Creo que la mayoría de nosotros, en un pecado de orgullo, olvidamos que sólo con nuestras fuerzas no podemos superar las tentaciones y los impedimentos que Satanás hace surgir a cada paso. Pero si queremos recibirla –a través de los Sacramentos- el Espíritu de Dios nos inundará con su Gracia y nos transmitirá esa sabiduría que nos hace comprender cada palabra, cada advertencia y cada consejo, que Jesús nos ha hecho llegar a través de su Evangelio. Nos dará esa paz, que nos permite templar, en la virtud, nuestro temperamento; esa paciencia, que nos ayuda a esperar sin prisas, dispuestos a regalar nuestro tiempo para las cosas de Dios. Esa alegría, que es fruto de la esperanza, porque hemos compartido la vida de Jesús. Sí; Aquel que nos ha amado hasta el fin, no podía dejarnos solos y desvalidos a nuestra suerte; sino que nos ha regalado el Espíritu Santo en su Iglesia, para que todos aquellos que lo deseemos, en la libertad de los hijos de Dios, vayamos a participar de sus dones y podamos recibir su bien más preciado: la Gracia.