29 de mayo de 2014

¡Las lágrimas de la alegría!

Evangelio según San Juan 16,16-20. 


Jesús dijo a sus discípulos:
 
"Dentro de poco, ya no me verán, y poco después, me volverán a ver".
 
Entonces algunos de sus discípulos comentaban entre sí: "¿Qué significa esto que nos dice: 'Dentro de poco ya no me verán, y poco después, me volverán a ver'?. ¿Y que significa: 'Yo me voy al Padre'?".
 
Decían: "¿Qué es este poco de tiempo? No entendemos lo que quiere decir".
 
Jesús se dio cuenta de que deseaban interrogarlo y les dijo: "Ustedes se preguntan entre sí qué significan mis palabras: 'Dentro de poco, ya no me verán, y poco después, me volverán a ver'.
 
Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo."
 

Comentario:

  En este Evangelio de Juan, el Señor se dirige de nuevo a sus discípulos anunciándoles su muerte y su resurrección. Sabe el Maestro que todos aquellos que le siguen, van a pasar momentos muy duros donde la tristeza y la aflicción embargarán su alma. Donde al verle sufrir y morir en una cruz, se sentirán temporalmente desolados y, tal vez, algunos sospechen que Dios ha sido vencido por las fuerzas del mal.

  Por eso Jesús esgrime esas palabras; para que cuando llegue ese momento, recuerden que Él ya lo vaticinó y que, a continuación, añadió la alegría que iban a sentir al comprobar que, cumpliendo las Escrituras, resucitaría y regresaría a su lado. Que fundaría la Iglesia, como convocatoria de todos los creyentes en Cristo, donde permanecería con nosotros –de forma sacramental- hasta el fin de los tiempos. De la misma manera, el Señor les hace, y nos hace a todos los que escuchamos la Palabra escrita, una reflexión para que cuando lleguen situaciones adversas –que vendrán-, y tal vez se oscurezca el camino de la fe, sepamos iluminar nuestros pasos con la oración y la esperanza. Ya que Jesús, no lo olvidemos nunca, se encuentra con nosotros en la vida sacramental y nos espera, definitivamente, en el Cielo. No somos unos huérfanos abandonados que transcurren su existencia en soledad; sino unos hijos amadísimos por su Padre que, a pesar de respetar el derecho que tenemos a equivocarnos, ha enviado a su Hijo para que sufra por nosotros, el fruto de nuestros errores.

  Aquellos hombres han tenido el privilegio de compartir el día a día con el Señor, pero como Dios no da certezas porque requiere el sometimiento de nuestra voluntad –nuestra confianza-  a su Persona, sabe que en cualquier momento pueden surgir las dudas o desfallecer ante las tentaciones del Enemigo. No es gratuito, por ello, que Cristo nos prometiera un Paráclito que dará luz a nuestro conocimiento y fuerza a nuestro corazón. Ellos van a ver y vivir circunstancias muy difíciles de asimilar, que requerirán la fortaleza necesaria para ser los pilares de esta Iglesia naciente, que va a transmitir al mundo la Verdad del Evangelio.


  Necesitan comprender que esas lágrimas, que están por venir, serán el preámbulo de la alegría cristiana, que inunda a todos aquellos que damos fe de Cristo Resucitado. Es el Espíritu Santo el que nos da la capacidad de, meditando la Escritura, compartir con aquellos primeros la cercanía de Jesús. Ellos darán, con la entrega de su vida, el testimonio veraz de unos hechos que cambiarán la nuestra. El Señor reclama de nosotros, que seamos capaces de erradicar la tristeza –que es la aliada del diablo-. Que recordemos que con su sacrificio, venció a Satanás y nos liberó de la esclavitud del pecado y de la muerte. Que siempre camina a nuestro lado y sólo espera que, en algún momento, decidamos sujetarnos a Él. Que sepamos trascender esa parte humana de la Iglesia para, con fe, conseguir descubrir la luz del Espíritu que inunda e ilumina a ese Nuevo Pueblo de Dios, del que formamos parte todos los bautizados. Cómo aquellos discípulos, a los que Jesús habló sobre la plenitud del gozo en su presencia, nosotros hemos de tener el convencimiento de que teniendo al Señor con nosotros, no hay nada mejor que podamos alcanzar; porque a su lado todo cobra sentido y cada cosa, cada circunstancia por dura que sea, es un medio preciso y preciado, para alcanzar nuestra santificación.