30 de mayo de 2014

¡Esa alegría inmensa!!



Evangelio según San Juan 16,20-23a.


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
"Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo."
La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo.
También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar.
Aquél día no me harán más preguntas."

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan es una continuación del que meditamos ayer, donde Jesús hace un paralelismo entre el dolor que sufre una mujer al dar a luz, mientras se debate entre la alegría y la esperanza, y la situación que van a vivir los discípulos, ante el sufrimiento de los acontecimientos que están por llegar y el convencimiento de que, a la vez, son necesarios para alcanzar la plenitud y la felicidad del mensaje cristiano.

  Esta imagen que utiliza el Maestro, ha sido empleada frecuentemente en el Antiguo Testamento por los profetas, para expresar las enormes dificultades que conllevará el alumbramiento del nuevo pueblo mesiánico. Tanto Isaías, como Jeremías, Oseas o Miqueas, han dado testimonio de este hecho, con sus escritos:
“Por eso mis entrañas se llenaron de espasmos,
Dolores como de parturienta se apoderaron de mí.
Me he turbado al oírlo,
Me he espantado al verlo” (Is 21,3)
“¡Vamos, preguntad y mirad!
¿Es que los machos están de parto?
¿Porqué veo a todos los varones
Con las manos en los riñones,
Como las parturientas,
Demudando sus caras por la palidez?” (Jr 30,6)
“Dolores de parturienta le vendrán:
Él es un hijo torpe,
Que cuando le llega su tiempo
No se pone a la salida del vientre materno” (Os 13,13)
“Ahora, ¿porqué gritas tan fuerte?
¿No tienes rey?
¿pereció tu consejero
Y te atenaza un dolor como de parturienta?
Retuércete y chilla,
Hija de Sión, como mujer en parto,
Pues ahora vas a salir de la ciudad,
Habitarás en descampado
E irás hasta Babilonia.
Allí serás liberada,
Allí el Señor te redimirá
De manos de tus enemigos” (Mi 4, 9-10)

  Cada uno de estos hombres proclamó lo que Dios había puesto en su corazón –con sus palabras y sus acciones- para que fueran guiando a su pueblo. Ahora, en este momento, es la propia Palabra divina la que, hecha Carne, se expresa a los hombres –con su misma voz- para anunciarles que ya ha llegado el nacimiento de ese nuevo Pueblo de Dios –la Iglesia de Cristo-, vaticinado en las Escrituras. Y, como consta en ellas, no será nada fácil; ya que comportará que el Señor sufra intensos dolores que culminarán con la entrega de su propia vida. Ahora bien, el Maestro nos indica que esos dolores, como de parto, se verán compensados por el gozo inmenso de la consumación del Reino de Dios.

  Jesús les indica que, tras su Resurrección, les hablará con claridad y, ante los hechos, comprenderán el misterio de su Pasión. Es en ese momento cuando entenderán, como nos mostró san Juan con su definición, que Dios es amor; y que ha sido capaz de entregar a su Hijo, para que nosotros alcancemos, en libertad, la salvación. Y que, ante la realidad del milagro, todo cobra sentido; y con el envío del Espíritu Santo, se iluminará nuestro conocimiento y se afianzarán nuestros pasos en el camino hacia Dios.

  Pero Jesús quiere que nos quede muy claro, como repetirá en todo el Evangelio, que nosotros también estamos llamados a sufrir –en nuestra medida- como miembros de la Iglesia, que nace al mundo para transmitir la salvación a los hombres. Y que son esos hombres, que no quieren ser salvados, los que intentarán por todos los medios acabar con Ella; pero Ella es la convocación de todos los Bautizados en Cristo. Por eso, no sólo atacarán –como ya lo hicieron- a Nuestro Señor, sino a todos los miembros que formamos su Cuerpo Místico. Ante esto, Dios nos pide confianza, paciencia, alegría en la tribulación, dominio y, sobre todo, amor. Conoce nuestro corazón y sabe nuestras debilidades; por eso nos insiste en el hecho de que siempre estará junto a nosotros, para que no perdamos la paz.

  Aquellos primeros lo vieron con sus ojos, y tocaron a Cristo Resucitado con sus manos. Ahora nosotros lo percibimos con los ojos de la fe –que es otra forma de conocer, más común de lo que imaginamos- y creemos en la certeza de la Palabra revelada; porque Jesús nos espera en el sacramento Eucarístico, igual que estaba  entonces cuando caminaba junto a los suyos, por esos senderos de Galilea. Hagamos caso al Señor cuando nos dice que Él nos dará esa alegría inmensa que nadie nos podrá quitar; y repitamos con san Pablo:
“Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura, que se va a manifestar en nosotros” (Rm 8,18)