14 de mayo de 2014

¡Abre tus ojos y que entre la Luz!



Evangelio según San Juan 10,22-30.

Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno,
y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón.
Los judíos lo rodearon y le preguntaron: "¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente".
Jesús les respondió: "Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí,
pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas.
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen.
Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos.
Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.
El Padre y yo somos una sola cosa".

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Juan, a todos aquellos hombres que rodeaban al Señor y que tenían serias dudas sobre su mesianidad. Muchos de ellos le habían seguido por los caminos de Galilea, y le habían visto realizar milagros que confirmaban sus palabras, como enviado de Dios. Algunos habían escuchado su mensaje, donde manifestaba el testimonio que el Padre daba de Él, a través de los hechos. Lo que ocurre, tanto ayer como hoy, es que los que se resisten a creer que Cristo realiza sus obras de parte de su Padre,  ponen todos los obstáculos a la Gracia y no quieren, de ninguna manera, abrirse a la fe.

  Santo Tomás de Aquino decía que si los hombres cerramos los ojos a la luz del sol y no la vemos, no quiere decir que no exista o que la culpa sea del sol; sino que al cerrar nuestros párpados impedimos que la luz penetre y, por ello, no conseguimos apreciarla. Este es el caso del grupo que rodeaba al Maestro y quería una evidencia, o una ratificación por parte del Señor de su naturaleza divina. Pero Jesús les vuelve a repetir la identidad sustancial que se da entre Él y el Padre; y la ineficacia de sus razonamientos si no abren su corazón y su mente a la verdad divina, que nos ha sido revelada en la Escritura. Les pide, y nos pide, que abandonemos esos perjuicios que nos impiden alcanzar la profundidad de sus enseñanzas.

  Cristo no puede hablar más claro cuando nos descubre su unidad con el Padre, en cuanto a esencia o naturaleza divina; pero al mismo tiempo remarca la distinción personal entre el Padre y el Hijo. En esos momentos y de la forma más natural, Jesús descubre al mundo el misterio trinitario de Dios: ese misterio de Amor en el que en la unidad, se da paso a la familia divina. Ese Dios que desde toda la eternidad ha engendrado al Hijo, y ese Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado por el Padre, desde toda la eternidad. Y del amor eterno de ambos, surge el Espíritu Santo como Persona increada que procede del Padre y del Hijo. Por eso ese Dios, porque es Amor, envía a su Palabra para que se encarne y salve a la humanidad, con su sacrificio libre y voluntario.

  Si; Jesucristo es el Mesías, el Enviado de Dios para redimir al mundo que se niega a reconocerlo como tal. Si aquellos hombres hubieran aceptado con humildad al Señor y hubieran dejado que la luz divina iluminara su oscuro corazón, hubieran comprendido cómo Aquel Hombre que se erguía ante ellos, era el Buen Pastor del que hablaban los Salmos; era el Siervo Doliente de Isaías; la Nueva Alianza de la que trataba Jeremías, y la promesa de Dios en Génesis. No hacían falta tantas explicaciones, sino abrir los ojos del alma para observar que en Cristo se cumplían las promesas del Antiguo Testamento. No hacían falta confirmaciones, si hubieran estado dispuestos a escuchar la voz de Dios, que nos llama a cada uno por nuestro nombre. No hacía falta nada más, que amar al Amado y seguir sus pasos hacia ese encuentro íntimo y personal que se da en su Iglesia.