8 de mayo de 2014

¡El alimento, es Dios!



Evangelio según San Juan 6,35-40.

Jesús dijo a la gente: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.
Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen.
Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré,
porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.
La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día.
Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan es, sin ninguna duda, de un profundo significado teológico. En esta primera parte del discurso que hace Jesús, se presenta a Sí mismo cómo el Pan de Vida. Sabe el Señor, como lo sabemos todos, que necesitamos el alimento del cuerpo para seguir subsistiendo, y que no hay alimento más natural y elemental, que el pan. Por eso el Maestro hace un paralelismo y quiere que comprendamos con esto, que si importante es la existencia terrena que tenemos, indispensable es cuidar de esa vida eterna, que no terminará jamás. Y para ello, nos indica que hay un alimento que nos previene del pecado y nos mantiene en la Gracia: la Eucaristía.

  Jesús nos recuerda que ese Sacramento, es su propio Cuerpo entregado por nosotros. Y no lo dice como una metáfora, ni como una imagen bíblica de algo que está por llegar; sino que es una realidad tangible, que se hace presente a través del Pan y que trasciende mediante la Palabra. Cristo se nos da y se nos queda para siempre; y lo hace, porque la salvación es un hecho intemporal que Él ganó para nosotros en el tiempo, y que desea y espera, que seamos capaces de alcanzar. No podía de ninguna manera, extender los dones de la Redención de forma general e injusta, pero sí podía, y así lo hizo, entregarlos y entregarse a su Iglesia, para que cada uno acuda libremente a aceptar los dones divinos y la luz del Espíritu, que nos llega a través del agua Bautismal.

  Quiere el Señor que vayamos a su lado, a través de un acto de fe; de esa fe que sólo es factible, si la mueve el amor. Y que seamos capaces de aceptar todos sus signos y sus milagros, que son los hechos que manifiestan su divinidad. Dios quiere, justamente, que queramos creer buscando, meditando, preguntando… Para eso nos ha dejado el depósito de la fe, el Magisterio y la Tradición, que junto con la Escritura, son los pilares de nuestra vida cristiana.

  Y el Maestro nos habla de predestinación; de ese designio de nuestro Padre del Cielo, que nos creó para que decidiéramos buscarlo  y consintiéramos en vivir para siempre a su lado. El Señor nos escogió desde antes de todos los tiempos para compartir, hasta más allá del tiempo, un amor que no tiene fecha de caducidad. Y, aunque nos parezca mentira, luchará con todos los medios a su alcance para no perder esa oportunidad. Cierto es que no puede violentar nuestra voluntad y obligarnos a hacer algo que no deseemos; pero Él es como ese profesor maravilloso que recomienda, antes del examen, estudiar los temas que justo va a preguntar. Nuestro Maestro está dispuesto a toda costa, a ayudarnos a aprobar; pero no hará el examen por nosotros. Para eso dio los Diez Mandamientos y para eso insiste con vehemencia en la importancia de la Comunión Eucarística. Sólo Dios salva; Cristo es Dios hecho Hombre, y el Pan de Vida es Cristo bajo la especie sacramental. Por eso y por tanto, con una deducción lógica, se consigue descubrir que, si queremos salvarnos, es indispensable comulgar. Debemos recibir con frecuencia el Cuerpo del Señor, porque esa es la única manera de divinizarnos y, haciéndonos uno con el Hijo, alcanzar la salvación.