Evangelio según San Juan 14,27-31a.
Jesús
dijo a sus discípulos:
«Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡ No se inquieten ni teman !
Me han oído decir: 'Me voy y volveré a ustedes'. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.
Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí,
pero es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado.»
«Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡ No se inquieten ni teman !
Me han oído decir: 'Me voy y volveré a ustedes'. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.
Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí,
pero es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado.»
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Juan nos transmite uno de los mensajes más esperanzadores que pudo dejarnos
Jesús, y que dirigió a todos aquellos hombres que, aceptando su mensaje, viven
o intentamos vivir, de acuerdo con la fe predicada. Porque aceptar al Señor es
dejar de luchar contra Dios, pecando, y asumir que a través del envío del
Espíritu Santo a su Iglesia, nos reconciliamos con Dios por el Bautismo; y,
junto a Él, nos unimos con todos nuestros hermanos.
Es en Cristo
donde, por las aguas sacramentales, somos regenerados de nuestros pecados y
alcanzamos la filiación divina. Es mediante esa vida salvífica, que Jesús nos
ganó entregándose a la muerte de cruz, por su sacrificio redentor, cómo el Espíritu toma posesión de
nosotros y nos inunda con su Gracia; haciéndonos uno con el Hijo y recibiendo,
como nos dice san Pablo, los frutos del Paráclito:
“En cambio los frutos del Espíritu son: la caridad, el
gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre,
la continencia. Contra estos frutos no hay ley” (Ga 5, 22-23)
Sólo
conseguiremos superar nuestra naturaleza herida, con la fuerza divina que la
Tercera Persona de la Trinidad nos infunde. Y no hablamos de ese ímpetu que nos
insta a enfrentarnos contra el mundo, desde una posición de confrontación, sino
de esa tranquilidad que nos proporciona el descansar en Dios y confiar en su
Providencia. Cierto es que la paz es siempre fruto de una guerra anterior; pero
esa “guerra” es la que el Señor quiere que libremos contra el mal y contra
nuestros más bajos instintos. Solamente así seremos capaces de superar el odio,
el rencor, la infidelidad o el egoísmo, permitiendo que la luz divina nos
alumbre y nos inunde un sentimiento de amor, paciencia, entrega y superación,
que es propio de compartir la vida con ese Jesús que nos espera en los
Sacramentos entregados a la Iglesia Santa. Es allí donde el Maestro nos habla de perdón
en la Penitencia; de reforzar nuestra fe en la Confirmación y de alimentar
nuestro espíritu en la Eucaristía.
Cuando
no tenemos miedo de perder algo, porque sabemos que la felicidad no se encuentra en tener sino en participar con Alguien de un proyecto futuro, todo cambia de color y la inseguridad da paso a la
tranquilidad de una vida con sentido. Esa es la máxima paz que da serenidad al
corazón del hombre: encontrar en Cristo las respuestas a las preguntas que
incomodan y desesperan. Nuestra vida se llena de ese amor del que el Espíritu
Santo nos hace partícipes; y la alegría ya no está condicionada por la posesión
de bienes pasajeros, que despiertan en nosotros un incansable y fugaz deseo de
disfrutar. No; ese Cristo nos llama a su lado para compartir el hoy y el mañana
junto a Él. Nos insta a amar sin condiciones y a aceptar su santísima voluntad.
Nos pide, simplemente, que confiemos en su Palabra.
Cuando Jesús
habla sobre “el mundo”, se refiere a ese grupo de hombres que le rechazan como
su Señor, y que son seguidores del diablo a través de una vida de pecado. Y nos
advierte que en esos momentos, cuando parezca que Dios ha sido vencido, será la
hora del poder de las tinieblas. Tal vez nosotros también hemos vivido
episodios en los que parecía que Jesús estaba totalmente perdido; lo
buscábamos sin éxito, y le llamábamos sin oír ningún tipo de respuesta. Pero el
Maestro nos vuelve a recordar, con sus palabras, que tras la oscuridad temporal
del sepulcro, vendrá la luz eterna de la Resurrección. Que Dios nos prueba en
la fragilidad y la tribulación, y espera que en esas circunstancias –elevando
nuestros ojos al madero- sepamos observar que nos encontramos ante la Verdad, y
que andamos por el Camino seguro que conduce a la salvación. Y esa certeza nos
dará la paz, que nada tiene que ver con la falta de dificultades.
Estamos serenos
porque no estamos solos; vivimos felices, porque cada momento y circunstancia
es una oportunidad de compartir con Jesús la travesía de nuestra existencia, en
la Barca segura de Pedro. El Espíritu Santo, como hizo entonces con los
Apóstoles, nos ayudará a descubrir la profundidad y la riqueza del Evangelio,
haciéndonos presentes aquellos instantes de la glorificación de Cristo. Allí
donde el Hijo de Dios nos prometió que seguiría siempre, pero siempre, con
nosotros. No hay mejor lugar donde vivir, que en el Señor; pero desde luego, no
hay mejor lugar donde morir, que en sus brazos. ¡Lánzate, no tengas miedo! No
tienes nada que perder y muchísimo que ganar.